Secreto de aula

Abrí la puerta y los vi. Mis ojos no podían negar la verdad de lo que estaba sucediendo, y mi corazón presentía que era mal momento. Pero el examen de Lenguaje era mañana y debía aclara una duda. Ojalá hubiera preferido no saber… Sobre todo esto.

Asistir a las clases de Lenguaje y Comunicación con el profesor Véliz era una experiencia emocional sobre el relato mismo de novelas, cuentos o, incluso, películas y canciones que revisábamos durante esa hora y veinte minutos. (Cálculo temporal imperceptible como alumna, y que sólo me era elocuente una vez que repiqueteaba la campana para irse a casa. Sonido que implicaba pena porque la magia se acababa). Desde Don Quijote, de Cervantes, hasta el Detective Brulé, del chileno Roberto Ampuero, se transformaba el señor Véliz con tal que nos encantáramos con la lectura y, a la vez, aprendiéramos elementos y teorías literarias que cualquier estudiante universitario de Licenciatura en Literatura desearía saber. Él comunicaba su devoción por la educación y por nosotros. Al punto de testimoniar confesiones personales bastante emotivas. Tanto así que el traje de pedagogo se alejaba de mi mirada colegial para dilucidar la figura varonil: un hombre en comparación a los lascivos y púberes compañeros de aula. Gran profesional e inesperado sentimiento. Ambos en mi cotidianidad escolar, a meses de dar la Prueba de Selección Universitaria. Y sólo pensaba en aprovechar, tanto la asignatura como su enseñanza.

Dentro de las arpías chiquillas que completaban el cuarto año medio del liceo, se encontraba la Pitu: la más maraca (sí, debo decirlo) y mentirosa de todas. No había pololo o andante que no terminaba en sus grasosos tentáculos. ¡Qué rabia! Y no por su capacidad de ingerir inmaduros sin importancia; al contrario, era un alivio si alguno de ellos tenía intereses hacia mí, pues ella me evitaba cualquier declaración de rechazo cruel, pero finalmente sincera. Lo doloroso era que odiaba leer o estudiar actos de habla, tipos de narradores, y mucho menos asistir al preuniversitario de Lenguaje que se instaló en el liceo (otro hecho que ejemplificaba su dedicación pedagogía). Sólo deseaba al señor Véliz. Nada más. Otra conquista dentro de la aglomeración de ponceos ya constituidos. Los celos estaban aun cuando no quisiera. No quería sentirme vulnerable, y menos por ella. La relación entre Tomás y yo no tenía comparación (así le digo cuando hablo sola). De modo que menos me iba a preocupar cuando ella se subía la falda escocesa al lado del profesor para suplicar un aumento en el puntaje mínimo de una prueba, y menos si se atrevía a enunciar su bello nombre con un tono infantil-seductor para aclarar una duda durante la clase. Había que ser estúpida para no percatarse de las malévolas intenciones de la Pitu, pues yo sabía que el mínimo contacto físico entre alumna y profesor era imposible. Por lo mismo, respetaba la regla tacita e inamovible que impedía alguna demostración palpable de afecto incondicional hacia el señor Véliz. Eso si era cariño. Sentimiento real, y no pura calentura…

-¡Pendeja maricona!- gritaba sola en el baño para desahogarme, cuando todos seguían en la sala. Sola y protegida. Lista para llorar.

La primavera llegaba a su fin. La ceremonia de graduación y la esperada fiesta tenían los días contados. Y esa tarde de lunes, abrí la puerta de la oficina del profesor de Lenguaje para aclarar algunos aspectos del libro Gracia y Forastero, antes del último ensayo-examen-final de la vida escolar. Pero el encuentro conllevaba una intención mayor. No estaba vestida de mi falda, zapatos y blusa que conformaban el traje virginal de la etapa secundaria. Me sentía lista, con mi peto verde y jeans ajustados, para mostrarle a Tomás los 18 años que confirmaban la cedula de identidad, en mi día de cumpleaños, y que sólo quería recibir su regalo. Uno que nunca se me olvidaría en la vida. Sin embargo, el potente sol de aquella tarde iluminó a dos cuerpos sudorosos y excitados, con sus órganos sexuales activos, dispuestos a consumar el acto pasional. El amor platónico se quebró en sufridos pedazos y el odio irrumpió en la habitación. El respetado profesor no pudo contenerse a la fama de galán y macho alfa, remarcada en el liceo, y sucumbió a los brazos de ella, sin importar las represalias posteriores. Ni siquiera dignándose a dejar el cerrojo de la puerta de la oficina con llave. Ambos pecadores del status docente merecen el castigo máximo por tal inmundicia. Y yo, tras ser testigo ocular de esto, no tuve otra opción de correr. Salir de ese lugar impuro lo más pronto posible, antes que mi líbido me hiciera pensar lo contrario y perdonar a quién antes era inspiración e incondicional expresión de lo que podría llegar a ser un profesional de la educación. Mejor olvidar, y seguir corriendo. No detenerse y dejar que el sufrimiento languidezca. ¿Se podrá?


No es posible. Llevo días con pañuelos húmedos y papeles de chocolates esparcidos en mi pieza. Las películas con trama amorosa me recordaban a falsos episodios de nuestra añorada convivencia, y el diploma de Educación Secundaria, pegado en la pared, replicaba aquella escena. Malditos. ¡Qué mierda se creían! Se hicieron lo desentendidos y dejaron de hablarme. El profesor inmutado recibió mi ensayo, dedicado por supuesto, con la cara bochornosa; mientras que la otra no volvió al liceo hasta la ceremonia de graduación. Después, incomunicación absoluta. Ambos desaparecieron de mi vida, y a pesar del dolor causado, necesitaba respuestas. O más que todo, decir la verdad, antes que otra muchacha se engañe y pase por lo mismo. Pero cómo…
De repente, escucho el timbre. Abro la ventana y me percato del visitante:

-No te apresures. Sólo quiero hablar- dijo, en todo conciliador y con algo de suplica, el señor Véliz.

Por suerte, mis padres trabajaban y me encontraba sola en casa. Dejé que el profesor se acomodara en el sofá del living, hasta que solito se decidiera. Silencio total. Y en el momento, cuando presentí que era yo quien debía sincerar mis sentimientos, me dijo:

“Lo que viste es cierto, y no puedo negarlo. Sé que como profesor no puedo… Simplemente no puedo. Pero con Graciela, la profesora de Matemáticas, nos queremos. Te pido, si puedes, que no le cuentas a nadie lo de nosotros. Ni a tus padres y menos a tus amigas. La directora Larotonda sabe ahora de lo nuestro y respeta nuestra relación. Pero no tiene idea de lo que viste en mi oficina. De modo que te vuelvo a pedir…”

Y cuando recalcó: “Pero con Graciela, la profesora de Matemáticas, nos queremos…”, no seguí escuchando. Inmediatamente se rebobinó el balanceó genital entre estos dos amantes, con la piel brillante por la constante transpiración, listos a romper el mesón de la oficina con tal de llegar al clímax hormonal. Ya quería ser la mujer que estuviera entre sus piernas para sentir su órgano fálico, como diría el profe de filosofía, dentro de mí. Pero nada importaba ahora. Dejé que Tomás siguiera hablando, mientras asentía con la cabeza en señal de confirmación y pleno acuerdo de todo lo que decía. Porque, en el fondo, esto si es un acto de amor verdadero. Y no sólo sexo… Carnal y libidinoso. La Graciela podrá tenerlo físicamente; en cambió, yo guardo un secreto que es sólo nuestro y que nunca podrá tenerlo, ella ni nadie. Hasta que la muerte nos separe.

- ¿O no Tomás?- articulé desde introspección personal.

Y atónito por lo dicho, el señor Véliz no supo qué responder.

Media hora después, y ya aliviado por la situación, el profesor dejó mi casa con la sensación de tranquilidad que también percibía en mi misma. Aun cuando, no estaba todo dicho. Faltaría ver cómo alejo a la tal Graciela para que estemos juntos de nuevo. Porque la adultez legal la tengo y sólo faltaba que Tomás abriera los ojos a sus verdaderos sentimientos, durante este caluroso verano que apenas comienza.

Escrito por Ignacia Bustamante, una testigo de un hecho ficcionado-real.