Cifra incontable

Fabián amanece pensando en vender, vender, vender. Ya sea en las calles o en las micros. Busca apetitos y logra satisfacciones dentro del consumo capitalino por golosinas varias. Para Fabián es un trabajo honrado, respetable. Ilegal tal vez, pero con un con un fin mayor, por sobre la ley: alimentar a su hijo y a su mujer. Ambos populan en bancas o plazas, mientras el padre trata de proveer. A veces no alcanza para abastecer, pero ahí se las arreglan, entre restos de basura y la solidaridad voluntaria del otro, en monedas de un peso o de diez. Pero cuando eso no sucede, la familia Chilena tranquiliza su hambre con pedazos de chocolate y resto de maní. A otra cosa me dedicaré, concluye el padre, mientras la noche esconde la sombra que proyectan los tres.

Roblito


Alvarito mira el árbol frente a su casa, mientras los obreros del municipio hacen el trabajo mandado sin piedad alguna. No cuestionan, sólo hacen lo que se les ordena, limpiándose las manos al informar, entre rascadas de guata y sorbos de café, que lo realizado es por la seguridad del barrio y quienes viven allí. Política ciudadana, dirían algunos. Acto malvado, prefiere pensar el menor.

Alvarito llora y gime sin vergüenza, tratando de empujar a su madre para detener la injusticia que atestigua. El bullicio de la maquina cortante perdura y termina por cegar al mundo adulto de tal impunidad. Alvarito sigue con los reclamos y su madre no comprende el porqué. Es sólo un árbol hijo, dice ella. Pero Alvarito piensa lo contrario. Él es algo más que ramas, astillas o aserrín…

-¡Roblito, Roblito!- grita el niño con lo que queda de sus cuerdas vocales en busca de alguien que entienda a quién se refiere. Pero es inútil. Ninguno tiene idea de su confidente: el mismo que de forma estoica y fiel lo vio crecer. El Alto faltante dentro de la configuración familiar: el padre, el amigo, hermano particular.

Pedazo tras pedazo comienza difuminarse la existencia de Roblito. El sudor del obrero municipal aumenta al manipular el arma homicida y se mezcla con la culpa que nadie pareciera tener, pero que Alvarito siente que recae en él. No sabe cómo detener lo que no se puede, lo que está fuera de su alcance. En tanto, la mutilación sigue, sigue, sigue. ¡Basta! Suplica el menor. Sin embargo, la mirada adulta mantiene su altiva e sorda determinación hasta que acabe la jornada laboral. Mientras el caliente aserrín se esparce en el frontis de la casa, dejando la evidencia del crimen cometido. Alvarito se agacha para recoger los restos de su defensor sobre perros callejeros y el abuso colegial. Sin embargo, los de la muni interrumpen su acto de salvación para arrojar los “leños” a la parte trasera del camión. Es pura basura chico, nada más, indican ellos. Y Alvarito mira inocente y vulnerable a quienes simplemente no entienden. Aquellos que no saben…

Alvarito observa como el cuerpo descuartizado de Roblito se aleja con rapidez de su vista. Tiene claro que no habrá funeral ni ceremonia alguna para honrar su fallecimiento.

-Tengo siete, lo sé- le afirma su madre, cuando ella se acerca para tratar de descifrar lo que le pasa. Alvarito prefiere apartarse donde se encuentra las raíces del viejo amigo y estar solo. La mujer observa y apenada se retira.

El niño sigue con el dedo las vísceras circulares del tronco de Roblito que quedó incrustado en la tierra, pensado en lo sucedido. Roblito no pidió justicia ni compresión; evito alegatos y peleas con los mayores de edad. Con qué fin, si no había posibilidad que lo escucharán… Para ellos era sólo un árbol que se cortó una tarde de 11 de septiembre en 1980. Para qué reflexionar sobre algo que es eventual y cotidiano. Sólo porque se transformó en pasado enterrado. Objeto reemplazable y olvidado.