Vacilaciones


-Ser o no ser-, diría Shakespeare.

-Ser o estar-, argumentaría el cineasta francés Nicolas Philibert.

-O algo así- es lo que expresaría el sentir de Ignacio. Una vacilación eterna, perenne en el transcurso de las temporadas. No sabe qué camino tomar y hasta qué límite llegar, pues está amarrado por indecibles dudas. Elegir o concientizar es su mayor disyuntiva.

Arriesgarse es una acción fuera de la conducta cotidiana de Ignacio, menos si se trata del complicado futuro. Complicado, pues es así como él lo proyecta. Irresoluto, confuso, incierto. Ignacio desea que alguien descienda de la nada y lo resguarde con un mapa de acciones para que le diga: “haz esto y lo otro. Y de esa forma serás feliz”.

-En cuerpo de mujer, si es posible- reconocería Ignacio. Luego tomaría un respiro y agregaría-. Todo por culpa de la soledad, esa masculina; la misma que te embarga en tanta inseguridad, esa que se queda callada, la que no expresa y que te deja así: incompleto.

Ya sea en formato de madre, amiga, conocida, andante, polola, novia o esposa; no importa su papel social o íntimo, para Ignacio sólo cuenta su compañía. El sexo femenino calma sus indecisiones y, tras un leve afecto, puede racionalizar su nueva movida. Sin alguna de ellas, Ignacio está perdido; empampanado en su propio desierto. Solitario.

Un presente que ahora es pasado y cambia todo. Incluso el tiempo verbal.


Ignacio me quiso y yo a él.

Ignacio tenía claridad. No sé si fue gracias al cariño entregado o a la mutua compañía, pero estaba completo. Seguro de si mismo y de lo que quería. Los deseos que añoraba se cumplieron, y sus metas se efectuaron con diversos logros. Parecía que todo estaba bien. Eso creía.

Ahora, Ignacio descansa. Las incertidumbres yacen enterradas bajo tierra y él también.

Un 3 de septiembre fue la fecha indicada. El lugar elegido: Algarrobo. Ignacio nadaba todas las mañanas, de punta a punta, por la playa central tratando de redimir antiguas vacilaciones. Mientras, yo estaba recostada en la arena leyendo una antología de los poemas de Jorge Teillier. Los minutos pasaban; se convertía en una hora y luego en dos y en tres. Hasta que sucedió.

Miro la gruta elegida y la cruz de metal incrustada. El agua salada humedece la arena y refresca la nueva in-existencia de Ignacio. Y puedo asegurar que cualquier cosa que Ignacio una vez dudó o dejó de realizar por miedo o incertidumbre alguna, concluyó en un hilarante atrevimiento. Ignacio vivió lo que antes creía complejo, confuso o irresoluto. Todo; menos algo.

Ignacio quedó pendiente, pero no con su vida. Ignacio acompañarme en la mía. Su soledad me pertenece. Debo cargarla y llevármela conmigo como única compañía, mientras la vacilación sempiterna de Ignacio navega mi interior en busca de respuestas. Sin embargo, la diferencia es una:

-Yo ya no estoy sola, no del todo.

24 de julio

Hoy es una fecha especial para Playstorias, pues una querida lectora de este blog, Sofia Valenzuela, está de cumpleaños. 22 inviernos que deseamos iluminar y dedicar con una lectura especial: "Juegos" del chileno Jorge Teillier.

Este poema acentúa una particularidad de la festejada, entre muchas otras que conforman su personalidad, y la cual comunica esa suculenta expresión adolescente que no envejece, que no desea crecer. Por lo mismo, se agradece.

Alma de niña, a pesar de todo.

Feliz cumpleaños y disfruta tu día:

Juegos

Los niños juegan en sillas diminutas,
los adultos no tienen nada con qué jugar.
Los grandes dicen a los niños
que se debe hablar en voz baja.
Los grandes están de pie
junto a la luz ruinosa de la tarde.

Los niños reciben de la noche
los cuentos que llegan
como un tropel de terneros manchados,
mientras los grandes repiten
que se deben hablar en voz baja.

Los niños se esconden
bajo la escalera de caracol
contando sus historias incontables
como mazorcas asoleándose en los techos
y para los grandes sólo llega el silencio
vacío como un muro que ya no recorren
sombras.

Destino

Esta playstoria es de Felipe Silva, determinante comunicador embalsamado en estudiante de agronomía, quien nos relata una particular vivencia acerca de un periplo vegetal-animal-humano en la búsqueda de lo más preciado: "el amor de otro".



La tierra grisácea y rojo purpúrea, fue abriendo sus entrañas entre medio de estalactitas de jade verde y bosques de Olivillo y Arrayán. Mi cuerpo se movía por causa de un fin mayor al que acometía mis pensamientos. Me movía de forma indolora, pero eso era solo por causa de la anestesia de mi dolor interno.

No hay espacio en estas letras, para describir la belleza de este lugar, que lo único que logra, es preguntarme y acordarme de ti a cada instante.

Caminé hasta que llegué a una playa indómita, que cobijaba la más inmensa y hermosa gama de plantas y animales. Esto, en un paisaje que, de forma fotográfica, podría haberse confundido con un paisaje brasileño o centroamericano. Digo fotográficamente, por el hecho de que el clima era muy distinto. Vientos incansables y temperaturas tenues, que con el viento se acentuaban a frías.

Las nubes se movían y cambiaban de forma tan rápidamente, como un niño después de jugar una pichanga, devora los granos de un dulce y jugoso racimo de uvas.

El espectáculo que presentaban las aves en el cielo, tenía la capacidad de dejar mi mente en blanco, por escasos segundos.

En el escenario de la playa, podía verse ésta, bien custodiada por imponentes y grandes cerros, que cuidaban la bahía de grandes mareas. Sobre su superficie, podía apreciarse una especie de vómito, entre bellas ramas de diferentes tonalidades y troncos de diversas formas. Mostraba una majestuosidad infinita. Además, el encuentro con el mar, era en forma de farellones y acantilados, rasgados por grietas entre la roca. Farellones, los cuales también estaban insertos en el mar, en forma de islotes, como verdaderos vigías de la bahía.

Me detuve, respiré profundamente y le di un largo vistazo a la bahía, por varios minutos.

Me llamó mucho la atención una gran torre, tejida al azar por vetas de diferentes minerales y acuchillada con grietas; En su cúspide, poseía una capa vegetal, no menor, en la que se albergaba un anaranjado y brillante bosque de Arrayanes, abarrotado de las más blancas, copulares y fragantes flores. Se podía sentir su olor, desde donde yo me encontraba, mezclado con el tenue olor y sabor de la sal del mar.

Se observaban grupos de diminutos Colibríes y Martín Pescador arrebolados de gracia. Y en los faldeos de la torre centinela: un istmo, creado por un banco de arena, que conectaba la hermosa bahía; En él, justo en el bordemar, un grupo de pingüinos se encontraba descansando.

De un momento a otro, arremetí, decidí escalarlo y llegar a una especie de altar de roca, el cuál sobresalía sobre el bosque. Era un lugar perfecto para apreciar el mar en plenitud y ver la forma de sacarme este dolor del pecho.

Caminé por el istmo, que estaba levemente invadido por la marea, mojándome los tobillos y el pantalón. Luego, ataque la catedral de piedra, tomándome del pasamanos, que formaban las tupidas enredaderas alrededor de la roca. Atravesé parte del aromático bosque, hasta que por fin pude llegar a la mesa de piedra, que se elevaba desafiante, sobre el farellón.

Escudriñé aquella vista en todas las direcciones posibles; Buscaba respuestas…

Durante un largo rato y, acometido por un fuerte viento, me quedé mirando fijo el horizonte, principalmente el mar y todos los reflejos que expelía…

Sin darme cuenta, fui poco a poco perdiendo la noción de lo que pasaba a mi alrededor, luego perdí toda orientación en el tiempo y espacio. Teniendo solo por escasos momentos la sensación de lo que me sucedía.

Ocurrieron varias cosas, de lo más horribles y extravagantes. Mi cuerpo comenzaba a descascararse y endurecerse, cambiaban las fibras y los tejidos… Perdía cada vez más, la capacidad de realizar cualquier tipo de movimiento; Hasta que tuve que desistir, dado que aparecían extrañas fracturas expuestas, por las que no brotaba sangre alguna, y no había putrefacción a medida que el tiempo pasaba.

Mi estado de conciencia todavía se mantenía alterado y lo único que poseía, eran mis sentidos que funcionaban escasamente.

Lentamente fui recobrando mis sentidos por completo y luego mi consciencia. Hasta que llegó un instante, en el que pude sentir y vislumbrar imágenes de mi cuerpo.

Percibí, que una especie de enredaderas, se habían apoderado de mis pies y estos, mantenían un grado de rigidez fuera de lo común, es como si todos los tejidos de ambas piernas, se hubiesen transformado en firmes huesos. Fue lo primero que pude observar.

Mi piel estaba por completo descascarada, seca y musgosa; Pensé que lo peor había ocurrido, como me temía, la podredumbre habría sido brutal sobre mí, incluso algunos insectos deambulaban indecisos sobre mi dura y resquebrajada piel.

Había ya perdido cualquier resquicio de figura humana. De mi cabeza, en obturaciones aparecían corpulentos huesos que se elevaban, al igual que mis brazos y rehuían cualquier orden de movimiento. Solo el viento producía un leve vaivén en mí.

Y la verdad es que esto fue lo único que logré vislumbrar y sentir, dado que mis dos ojos, o lo que quedaba de ellos, se encontraban incrustados en mi cuerpo, en una especie de oscuras y profundas hendiduras.

De pronto, se acercó un pájaro; Y mientras acercaba su pico a mi ojo, pensé que comenzaba recién el fin de mi tortura. Me sacaría el ojo y otros insectos terminarían de devorarme.

Para mi sorpresa y revelación, este pájaro, que no tenía parecido con algún ave rapaz, tomó con su pico un insecto, que yo sin darme cuenta, caminaba centímetros arriba de mi ojo.

La claridad y el miedo fueron del todo profundos, como mil dagas atravesándome. Era un hecho… Mi futuro sería estar condenado a la inmovilidad de por vida, a la incomunicación e insensibilidad; Entre otras cosas, quizás peores que la muerte. Me había transformado, paulatinamente, en un árbol.

La estaticidad física, se volvió profundamente mental. No había respuestas que buscar, no existían… Luego de dos días, de haberme situado en un estado de shock e histeria reprimida, comenzaron a acontecer destellos de brillante lucidez.

Me di cuenta de diferencias esenciales, entre mis cohabitantes y yo. Diferencias que me llevarían mucho más allá, de mi patética y auto compadecida existencia.

Como la ventaja más importante de todas, yo podía pensar y el tiempo no pasaría en vano para mí, es más me sería de gran utilidad para salvarme. Al poder pensar, podía tomar desiciones y manejar ciertas cosas de mí, que ya las habrían querido mis congéneres hace milenios.

Así que comencé a tratar con ciertas cosas sobre mí, a partir de las experiencias, en las que había pensado, tenía la capacidad de elegir. Hice un trazado, de las cualidades, en las que podía “elegir” un ser de mi especie.

Los árboles no podían moverse para nada, pero descubrí que esa era una falacia aberrante; Los árboles se mueven, pueden crecer en la dirección donde se encuentren luz, nutrientes, agua, etc. Qué pasaría si en vez de eso, el árbol pudiese elegir hacía donde crecer.

Me concentré de forma chamánica y comencé a crecer hacía arriba, sentía como todas mis fuentes de energía, estimulaban mi crecimiento en altura. Era como si todo mi cuerpo, se estuviese desarticulando, en pos de esa función. Después de algún tiempo, me elevé sobre la copa de los árboles y pude ver donde me encontraba.

Después de pensar ávidamente unos segundos, tomé rápidamente mi decisión, no podía perder más tiempo. Elegí comenzar a crecer en forma lateral, como una cañería que sube y se tuerce, avanzando en posición horizontal. Tenía que crecer mucho hacía afuera del farellón, para poder desenterrarme haciendo contrapeso con mi propio tronco, y así caer al mar.

Esta vez la concentración pude dominarla totalmente, mi cuerpo funcionaba como toda una biosfera, haciendo una evolución de millones de años solo en minutos.

Mi maquinaría cerebral dejo de funcionar, en cuanto la tarea se había cumplido. Se desenterraron mis raíces, haciendo un leve estruendo, quedando suspendido solo de algunas, tambaleándome sobre el precipicio. El viento de aquel lugar hizo su parte, caí decenas de metros, hasta que abracé el agua zambulléndome y creando una nube chispeante a mi alrededor.

La corriente de la pequeña bahía, me movió en círculos por todos lados, llevándome a pasear por sus farellones centinelas y sus islotes. Por un momento, pasó por mi mente el peligro de mi muerte, dada mi condición. No me importó en absoluto. La muerte era un beso sangriento que podía resistir, riéndome de ella. Además en esos términos, no era negocio llevarme a habitar a su casa.

Encallé en unas rocas sobre el mar, donde me movían unas olas, dejando cada vez mi tronco más desnudo de corteza y hojas. Me di cuenta que necesitaba vivir y justo en ese momento en la roca, sentí mi corazón como magma volcánico vivo. Todas las preguntas se redujeron a una sola respuesta.

De pronto, en la explosión ferviente de mi alma, cientos de moluscos comenzaron a posarse sobre mí, poco a poco comenzaron a moldear mi cuerpo, el alma del mar me había sentido… Se retiraron los moluscos y una gran ola me sacó de las rocas y me llevó a lo profundo, sentí electricidad sobre todo mi cuerpo.

Me comencé a mover y sentir cosas nuevas ¡Era un pez! Me movía con gran velocidad en el fondo marino. Decidí subir a la superficie velozmente y de un gran salto tratar de verme reflejado en el agua de mar. ¡Me vi! ¡Me pude ver! ¡Gracias a Dios! Era un delfín.

Mientras nadaba en dirección hacia el norte, mis sentimientos me llevaban como la corriente de un maremoto. Solo estabas tú…

Me guiaba con sonidos, no siempre llevaba los ojos abiertos y pensaba cada vez más en aumentar mi velocidad. Pude percibir el paso del tiempo, solo por los leves aumentos y bajas de luminosidad. El agua del mar surcaba mi rostro, como si estuviese cayendo al vacío, a cientos de metros de altura.

Se aceleraron mis palpitaciones y mi cuerpo tenía un gran hormigueo sobre él. Salí rápidamente del agua dando grandes saltos, a lo que se unieron una veintena de delfines como yo.

Vi una playa en la orilla, me acerque fugazmente; si mis ojos hubiesen llorado, habría hecho desparecer la playa por completo. Caminabas por la playa, vestida de blanco, con tu pelo precioso y tus bellísimos ojos, como estrellas fulgurantes.

Me dirigí salvajemente a la orilla, atravesé las olas, como si hubiese decidido abrir el Mar Rojo. Di un salto y quede varado en la arena tratando de gritar, mientras el resto de los delfines se encontraban cantando y saltando muy cerca de mío.

Me viste en la orilla y corriste hacía mi, estaba llorando, de mis ojos salían largas lágrimas. Me acariciaste…

Sentí que agonizaba… Mi cuerpo temblaba… Cerré mis ojos, mientras un inmenso frío se apoderaba de mí… Y sobrevino la oscuridad…

Abrí los ojos, sentí tus brazos estrechándome, tu pelo y tu hermoso aroma… Había vuelto a ser hombre…

Los delfines seguían cantando y sentía el olor y la suave brisa del mar jugando con tu pelo, mientras el sol iluminaba tu hermoso rostro…

Te besé… Y el infinito se hizo eterno…

Dedicado con todo mi amor a Constanza Barrientos Lalanne

Miradas

Ella cuando te mira, no trata de parecer coqueta, insinuante… obvia. O muy por el contrario expresar desinterés o apatía. Nada de eso. Ella quiere sólo mirarte. No piensa, no titubea. Llega a un lugar y lo hace. Sus verdes oculares observan el lugar hasta posarse en alguien. Y valga a saber el de Arriba cuánto quiero ser el escogido. Esta noche y no otra. El por qué no importa contarlo. Lo interesante es saber el cómo... Eso creo.


Hace un rato que la estoy observando. Ella conversa con un amigo. Ambos toman unas piscolas. El volumen de la pachanga retumba las ventanas del living y la fiesta en casa de Pancho sigue su curso, con un rumbo de etílico divertimento. Siento que la conozco. A ver, me explico. No sé quiénes son sus padres, si tiene hermanos o hermanas, ni mucho menos qué películas le gustaría ver o cuáles lugares quisiera visitar. Pero ahí está el interés, la atracción; en saber, si se puede, en esas cosas y muchas otras. El por qué no inquieta, en vez, pasa a segundo plano. La indescriptible necesidad por mirarla genera esa atrayente seducción. Las preguntas o dudas quedan fuera de órbita. Y me da el impulso para acercarme; tomarla de la cintura y verla, sentirla… Tenerla.


“Ensueño”, dirían por ahí.


No razono qué tipo de objetivo general, específico o siquiera significativo podría articular para argumentar mi elección: ella y no otra. La única certeza que tengo que está ahí, a metros de distancia; bella con sus lizos-rulientos cabellos tomados, vestida con atuendo que se impregna en su curvilínea figura y bañada en una tez morena; y de improviso deja de conversar con mi amigo, queda solitaria al lado de una decena de jóvenes bailarines de fin de semana, a la espera. Me acerco; respiro profundo. Ella me mirar y yo también. Sé que me reconoce de la universidad y quizás ella piense algo parecido. Llego a su lado y saludo. Hablamos. Sus expresiones tienen un dejo de timidez barnizada de ternura, algo de pícara alegría y resguardo femenino. La escucho: lo que más me gusta hacer. Existe comunicación: un entendimiento de mensajes físicos y verbales. Conectamos. Reímos y nos tiramos tallas. Y bailamos. Ya sea entre otras amistades (siempre), solos o con interrupciones, pero no paramos. Quizás sea la aceleración hormonal producida por las piscolas o tal vez tengamos cosas en común; o en una de esas exista algo más... O nada. Simple y directa ilusión personal.


Eso perturba.


Termina el autoimpuesto toque de queda. Es la hora y ella debe irse. La acompaño a su auto. Nos abrazamos con tono de despedida. Darle un beso pasa por mi mente, sin embargo, no se da el momento. Mejor dicho, no está la valentina. Pero sí está la emoción de ese encuentro físico, íntimo. Ella sube al vehículo y, tras el empañado vidrio, me mira con sus verdes oculares. Placer distinto; ósculo consumado.

El auto se retirar a gran velocidad cuando el sol aún no sale y la nublada-fría-noche cala hondo en aquella intrigante atracción.


Espero… ¿Dejo que pase o arriesgo?

Intimidad


Quién sabe si vivimos siempre nada más que alrededor de las personas, aún de aquellas que viven con nosotros años y años y a las cuales, debido al trato frecuente o diario y aun nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir, siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que quizás les es imposible entregar: lo que son en sí y para sí mismas, que puede ser poco o que puede ser mucho, pero que es: ese oculto e indivisible núcleo, que se recoge cuando se le toca y que suele matar cuando se le hiere”.

Manuel Rojas, Hijo de Ladrón.

PD: Se recomienda leer esta novela chilena; su narrativa tiene sangre y sudor autoral.

Y decisión 3

Marcela ya no baila; la salud no la acompaña. El parkinson endurece todas sus extremidades y sus pies ya no gravitan danzantes. Ahora, es la memoria y su acción retrospectiva la única actividad muscular que realmente controla. Ella todavía recuerda cada postura y cada paso de un arte que realizaba, pero que en el presente sólo imagina.

La muchacha que una vez dudó en tomar la famosa pastilla o seguir con su maternidad, nunca se recuperó del todo. La naturaleza decidió ser dura con ella y esperó hasta los cuarenta para que el milagro de la vida tocara su útero. Federico se llama el primogénito y solitario sucesor de su sangre. Marcela lo bautizó así porque creía que era lo correcto. Algo de su ex novio había muerto y ella quería que estuviera una segunda oportunidad. Sin embargo, el padre de Federico no expresó molestia alguna por la elección del nombre, pues no se presentó al parto ni menos a la crianza del muchacho. Marcela fue madre soltera hasta que Federico voló a probar suerte al extranjero: nunca volvió. Ahora, sólo paga la clínica donde se encuentra su madre y manda cartas, una o dos veces por mes. Marcela lo extraña, pero entiende. Ella sabe que él la ama, pero a la distancia. Mientras, sólo imagina.

Mamá:

Espérame, que viajo el para la celebración de Año Nuevo a Chile.
Mantente firme.

Nos vemos, Fede.

Marcela guarda la escueta carta en el velador al lado de su cama y se queda recostada pensando en la venida de su hijo.

La iluminación del sol veraniego efectúa su habitual trayecto por la habitación del hospital hasta que el juego de la Escondida termina por dar paso a la noche. Días tras días hasta el 31 de de diciembre. Y el parkinson de la anciana avanza y avanza, al igual que la espera. Marcela duda de su hijo y a la vez desea creer en su visita. Quiere verlo, abrazarlo; acariciar su presencia aunque sea con el habla; conversar y platicar de todo. Pero a veces le duele la ausencia, y las lágrimas son una expresión de desahogo, una manera de liberar las dolencias con la necesidad de una sorpresa…

-No se preocupe Marcelita, su niño va a llegar cuando menos se lo espere- vaticinó la enfermera María Jesús luego de darle un regalo de navidad, por parte de un grupo social que visita el hospital en estas fechas.

Y esa sorpresa aún no sucede.

Se escucha el fuerte conteo de los últimos segundos del presente año que realiza el equipo del hospital. Enfermeras, doctores y camilleros celebran con expectación la particular cuenta regresiva. En tanto, Marcela descansa en su cama mientras un pedazo de pastel yace en el velador, junto a un teléfono. Ella persiste en que Federico llamará…

-…Eso espero. O en verdad, eso quiero- confesaba hace unas horas a la querida María Jesús.

Pero después de escuchar los gritos de las personas, mientras celebran un nuevo comienzo, el deseo de un reencuentro pierde fuerza, quedando débil e indefenso.

Marcela prefiere no oír la felicidad de otros y cierra sus ojos. Su respiración es sincopada y constante. La maquina conectada a su cuerpo, y que registra los latidos del corazón, conserva el bip, bip, bip…regular.


La anciana duerme; el sueño la transporta a otro estado donde puede recordar; un lugar que le permite danzar feliz mientras su hijo la observa de cerca, con seguridad de su presencia. Ella se siente amada. Ella ve a su hijo y añora su realidad.

Marcela descansa, somnolienta. Y del silencio de la habitación se oye el sonido repiqueteado del teléfono.

-¿Será Fede, mi querido Fede?- balbucea Marcela concentrada en otro de sus sueños.

María Jesús mira a la señora reposar y deja que el teléfono siga sonando. Esperando una decisión.


Federico está detrás de la enfermera y tiene el celular prendido en su mano, totalmente emocionado.