Eudaimonia


Despierto. Ya no hay ocio… Ni menos tiempo para aquello. Todo transcurre con celeridad y premura. Casa, trabajo, casa. No se piensa… Para qué. Y las necesidades básicas se efectúan sólo en caso de emergencia o cuando el cuerpo ya no da más. Principio de movimiento sempiterno. Incluso en el acto somnoliento de lo que significa dormir: ojo cerrado, ojo abierto.

Así pasan los días y los meses. O eso es lo que percibo del diario que leo o de la tele que veo, pues las fechas, las horas, los minutos o cualquier otra duración temporal sólo pertenecen a una preocupación de antaño… Ahora, me siento activo, robotizado.

Hasta que… Y ocurre.

Siempre hay un hasta, un momento en que la cotidianidad adquirida cambia. Un suceso que marca un antes y un después, en el hoy vivido. En mi caso, fue Eudaimonia. Extraño, pero cierto. Su presencia despertó mi pensar, su revelación concatenó mi intriga. De un día para otro apareció recostada en mi cama, y todavía me acompaña a donde vaya. Ya sea la oficina, el parque, el cine o el supermercado. Ahí se mantiene, al lado mío, entregando consuelo… Afecto.

Hay veces que pienso que ella me recuerda alguien o algo que antes tuve. A una amiga de colegio, a un juguete preferido o un viaje con mis padres, antes de que se durmieran; antes que el avión cayera al mar y la familia se dividiera por miles de endiablados pesos que entregaría la compañía de seguros. Antes que dejara de sonreír y no tuviera, o mejor dicho, no quisiera pensar, ni menos recordar. Tal vez cuando era niño conocí Eudaimonia, y ya que soy adulto la he vuelto a encontrar, la he querido aceptar.


Así y todo, Eudaimonia es especial. Y no sólo porque tenga descendencia griega y la actual cultura occidental la denomine como felicidad, sino que una vez que está materializada en útero se llega al goce máximo, total. Conexión trascendente, natural.

Definitivamente, no hay Adán si Eva es sólo sexual.