Incompatibilidad


Caminamos sin apuro. La ciudad no habla, duerme. Los primeros rayos de sol abrigan cada paso mientras me mantengo atento a lo que Nicol comenta. Hace más de un año que lo fortuito y lo decisivo alargó las distancias sin retomar nuestra incipiente amistad. Sin embargo, las festividades navideñas provocaron un recuentro. Aquel que prolongamos con alcohol en nuestra sangre, horas de baile y conversación en nuestros músculos cansados, y escenas memorables a medida que cruzamos una que otra mirada. O por lo menos, eso me pasa a mí. Rebobino y pongo atención a atesoradas nimiedades: sus ojos empequeñecidos con cada roncola ingerida; la prístina satisfacción con cada gesto risueño; su tierno bamboleo con cada tonada musical; o sentir esa tomada de mano, en cierto pub de la capital, cuando quiso guiarme al escenario para escuchar el karaoke de turno. Momentos que la ilusoria unidad entre el norte y el sur impide realizar, pero que la fecha 25 del 12 permitió esa llamada second chance. Por lo mismo, percibo con agrado, ya en un nuevo día, que sigo un camino con ella… Uno nuestro… Aunque sólo sea a su casa y por un lapsus corto, pues pronto desaparecerá.

Nicol me mira y sonríe; observa la solitaria plaza y gesticula alegría; se aferra a mi chaleco, para evitar la entrada de la brisa madrugal, y expone ternura tal como un inocente peluche de felpa. Presencia completa e impagable que se asemeja más a un evento ficticio que a uno real, ya que Nicol contiene su propia cotidianidad, una con proyección laboral y plenitud provincial, cimentada en un otro y no en un yo. Incompatibles, prefiero categorizar… Y seguir haciéndolo. Sobre todo cuando estamos a metros de su hogar. Y no es por la edad ni menos por la distinta regionalidad. Simplemente no llegue a tiempo, o ella tampoco quiso dárselo, o ambos desistimos. No sé ¿Para qué pensar? Prefiero regocijarme con este momento eventual. Mirar. Escuchar. Y sentir cercanía. La suya. ¿Necesito algo más? Estamos en nuestra escena i-real.

Y sin darnos cuenta, estamos en el frontis principal. Ella me abraza y me congelo. Mutismo total. Trato de aferrar, de completarme con ella. El calor corporal es mutuo, es real. ¿Hay posibilidad? Tal vez esa interrogante y otras más, de un año duro y crudo, no valgan la pena. Por lo menos durante estos segundos de proximidad. No más kilómetros de separación. Nicol está presente, latente. Palpo su cuerpo antes que se desvanezca y se transporte, sin escalas, a la tierra de campeones, donde una de mis más apreciadas añoranzas existe; es de carne y hueso, directa, honesta, radiante y llena amor, y con misterios por develar ¡Maldita incompatibilidad!

Orrego Luco

2


Y comandas aparecían desde el artefacto electrónico: una tras otra. Hombres de negro y rojo, con el respectivo logo VICIUOS, realizaban malabares –revueltos con cosmopolitans, piscolas, pichers de cerveza y acompañamientos salados, ya sean de frituras o de pescado muerto (popularmente llamado sushi)-, a fin de conseguir la ansiada propina. Y el sonido taq, taq, taq, se mantenía sincopado y alarmante. “¡Carajo Milo! ¡Si no te apuras, ni cagando te quedas!” sentenció Carlo T., uno de los meseros (treintón y de alta señoría en el oficio), a Emilio. En tanto, el muchacho estaba atrasado con un pedido de tres micheladas, dos bandejas de bajitas, y doce empanadas de queso-camarón. La desesperación por una salvaguarda de H20 a la vena, y así evitar trémulos sudores, aumentaba con aquella reprimenda y otras más a medida que viajaba desde la cocina hacia su plaza (lugar de atención designado). Y los cuales se aglutinaban con otros entredichos cuando Emilio volvía a efectuar el interminable vaivén, de un sector a otro: “Tienes tres personas esperando, Milo”; “¡Y qué pasó con las tres micheladas…! ¡Mmm, parece que la cosa no anda pollo chico!” Aunque siempre existen aires de consuelo: “Tranquilo guachito, toma aire, y sigue. ¡Vamos campeón!”. Incluso si son lascivos y excitantes: “Cosita… Apúrese que se le van las propinas. Pero si sale todo bien, la mamita del bar lo apapacha luego”; “Faltan como tres horas nomás, Milito… Y de ahí nos pegamos sus perreos al lado, en el subte, mi guacho”… Y así. No había ya noción de tiempo, pero sí de órdenes, de servir, mirar si los consumidores necesitaban algo, y volver a servir. Acto para el otro, mas con fines monetarios. Y taq, taq, taq, resonaba nuevamente.

Emilio trató de buscar el equilibrio precario, entre los anecdóticos y pesimistas comentarios de sus compañeros, una vez que se cancelaron las cuentas de su respectiva plaza. Por lo mismo, llegó a la cocina -donde Napoleón, el copero más rápido de todo el Perú, trabajaba con el hombro bien puesto a fin de mantener el restobar abierto-, para su dosis tranquilizadora: mucha, pero mucha agua. Cuando de repente una sombra cubrió la mitad del cuerpo del joven y Napoleón borró su sonrisa característica. “Emilio… Hace 2 minutos que te están llamado en tu plaza…”, informó irónico Max, el gordillo, de media altura y ferviente defensor del trasnoche, alias el administrador. “No sería bueno que fuera inmediatamente…”. Y Emilio salió raudo con dos relucientes pichers vacíos. Max y Napoleón sonrieron, cómplices de una escena repetida dentro de su inversa cotidianidad.

Orrego Luco (en cinco momentos)

1

“En un pasaje sin retorno, en la comuna de Providencia, existe un pequeño barrio nocturno, pues los locales que lo componen comienzan a recibir público solamente cuando se divisa otro crepúsculo en la ciudad. Ambiente de preparación donde los golpeteos de las mesas con la acera, los comentarios a viva voz de los meseros y las canciones poperas de fondo crean un prolongado bullicio que se abstiene de pasar desapercibido. Al contrario, el efecto de movimiento y la sensación de productividad laboral da señales que los restobares están abierto: Es la hora de consumir”.

O por lo menos eso anotaba Emilio en su cuadernillo de notas (especialmente entregado para llevar la cuenta de las comandas pedidas por los clientes del Viciuos). Primer día como mesero, y para evitar el mítico primer nerviosismo de todo nuevo laburo, decidió registrar lo acontecido a su alrededor. Sin embargo, el acto testimonial se interrumpe cuando Emilio observa que en la 1T, una de las tres mesas designadas para atender, se sienta una persona; y otra, y otra… y otra… Hasta que su sector completo de atención exige consumo inmediato. La carrera part-time se inicia y no hay vuelta atrás.

Centro Arte Alameda

Ignacio tiene todo preparado. En unos minutos más la Coté llegará prístina y sonriente a su lado, en el interior del Centro Arte Alameda. Ambos quedaron en ver el filme Once, por la historia romántica, en el caso de la Coté, y por las emotivas canciones de la banda sonora, en el caso de Ignacio. Todo será perfecto. Muchacho y Muchacha solos en la oscuridad cinematográfica para sellar la amistad de días atrás, cuando en un divertimento nocturno, ella quiso bailar con él unos lentos en medio de la celebración. Tacto y contacto oscilaron entre baladas románticas hasta concordar este encuentro de película. Y aquella sensación de enlazar con un otro todavía persiste en Ignacio, mientras observa los segundos pasar en el reloj de su celular. Rebobina memoria para visualizar fotogramas que trasluzcan la belleza de la tierna morena. Pero ni eso ayuda a materializar su presencia. Un aseador del lugar observa la preocupación del muchacho y piensa en otro final triste, otro más. Ignacio recibe la mirada del empleado, observa la vaciedad del sector de boletería y con las entradas en mano decide concretar lo proyectado. Play en la historia y un plano general muestra a un cantante callejero desgarrándose la voz por comunicar una melodía de amor. Ignacio aprecia el esfuerzo del personaje por tratar de conectarse con él, pero es inútil. Sentimientos espurios interrumpen el relato de ficción y el real… Él y su coprotagonista comienzan una relación durante 90 minutos. Prolongación temporal que provoca la emoción contenida de Ignacio. Recuerda la promesa, la sonrisa destellante, con la misma intensidad que expone el desvanecido a blanco del encuadre final. Igualmente al brillo expandido por la silueta de la Coté cuando corre desesperada para abrazar a Ignacio en plena salida. Lagrimas inundan vacilaciones y el replanteamiento es dual.

Dilema actual

-¿Tocar, es sólo ejecutar el sentido del tacto?

Esa es la pregunta que me hago cuando leo la definición oficial de la palabra en la RAE de Internet. No será algo más… Sentir una mano mientras otra la entrelaza con fuerza y pulsión… Habrá un cierto traspaso afectivo cuando dos personas se tocan. O sólo es uno de los cincos sentidos que el sistema nervioso de nuestro cuerpo es capaz de rastrear. Y por qué es que ya no puedo siquiera percibir eso ahora. Por qué. Acaso me convertí en objeto. Adiós al sujeto que tengo dentro, al alma del religioso y a la conciencia del psicólogo. Inerte, me trasmuto. Y de eso estoy seguro, pues ya no siento. ¿O será lo contrario? ¿Sempiterna sensibilidad?

Cifra incontable

Fabián amanece pensando en vender, vender, vender. Ya sea en las calles o en las micros. Busca apetitos y logra satisfacciones dentro del consumo capitalino por golosinas varias. Para Fabián es un trabajo honrado, respetable. Ilegal tal vez, pero con un con un fin mayor, por sobre la ley: alimentar a su hijo y a su mujer. Ambos populan en bancas o plazas, mientras el padre trata de proveer. A veces no alcanza para abastecer, pero ahí se las arreglan, entre restos de basura y la solidaridad voluntaria del otro, en monedas de un peso o de diez. Pero cuando eso no sucede, la familia Chilena tranquiliza su hambre con pedazos de chocolate y resto de maní. A otra cosa me dedicaré, concluye el padre, mientras la noche esconde la sombra que proyectan los tres.

Roblito


Alvarito mira el árbol frente a su casa, mientras los obreros del municipio hacen el trabajo mandado sin piedad alguna. No cuestionan, sólo hacen lo que se les ordena, limpiándose las manos al informar, entre rascadas de guata y sorbos de café, que lo realizado es por la seguridad del barrio y quienes viven allí. Política ciudadana, dirían algunos. Acto malvado, prefiere pensar el menor.

Alvarito llora y gime sin vergüenza, tratando de empujar a su madre para detener la injusticia que atestigua. El bullicio de la maquina cortante perdura y termina por cegar al mundo adulto de tal impunidad. Alvarito sigue con los reclamos y su madre no comprende el porqué. Es sólo un árbol hijo, dice ella. Pero Alvarito piensa lo contrario. Él es algo más que ramas, astillas o aserrín…

-¡Roblito, Roblito!- grita el niño con lo que queda de sus cuerdas vocales en busca de alguien que entienda a quién se refiere. Pero es inútil. Ninguno tiene idea de su confidente: el mismo que de forma estoica y fiel lo vio crecer. El Alto faltante dentro de la configuración familiar: el padre, el amigo, hermano particular.

Pedazo tras pedazo comienza difuminarse la existencia de Roblito. El sudor del obrero municipal aumenta al manipular el arma homicida y se mezcla con la culpa que nadie pareciera tener, pero que Alvarito siente que recae en él. No sabe cómo detener lo que no se puede, lo que está fuera de su alcance. En tanto, la mutilación sigue, sigue, sigue. ¡Basta! Suplica el menor. Sin embargo, la mirada adulta mantiene su altiva e sorda determinación hasta que acabe la jornada laboral. Mientras el caliente aserrín se esparce en el frontis de la casa, dejando la evidencia del crimen cometido. Alvarito se agacha para recoger los restos de su defensor sobre perros callejeros y el abuso colegial. Sin embargo, los de la muni interrumpen su acto de salvación para arrojar los “leños” a la parte trasera del camión. Es pura basura chico, nada más, indican ellos. Y Alvarito mira inocente y vulnerable a quienes simplemente no entienden. Aquellos que no saben…

Alvarito observa como el cuerpo descuartizado de Roblito se aleja con rapidez de su vista. Tiene claro que no habrá funeral ni ceremonia alguna para honrar su fallecimiento.

-Tengo siete, lo sé- le afirma su madre, cuando ella se acerca para tratar de descifrar lo que le pasa. Alvarito prefiere apartarse donde se encuentra las raíces del viejo amigo y estar solo. La mujer observa y apenada se retira.

El niño sigue con el dedo las vísceras circulares del tronco de Roblito que quedó incrustado en la tierra, pensado en lo sucedido. Roblito no pidió justicia ni compresión; evito alegatos y peleas con los mayores de edad. Con qué fin, si no había posibilidad que lo escucharán… Para ellos era sólo un árbol que se cortó una tarde de 11 de septiembre en 1980. Para qué reflexionar sobre algo que es eventual y cotidiano. Sólo porque se transformó en pasado enterrado. Objeto reemplazable y olvidado.

Eudaimonia


Despierto. Ya no hay ocio… Ni menos tiempo para aquello. Todo transcurre con celeridad y premura. Casa, trabajo, casa. No se piensa… Para qué. Y las necesidades básicas se efectúan sólo en caso de emergencia o cuando el cuerpo ya no da más. Principio de movimiento sempiterno. Incluso en el acto somnoliento de lo que significa dormir: ojo cerrado, ojo abierto.

Así pasan los días y los meses. O eso es lo que percibo del diario que leo o de la tele que veo, pues las fechas, las horas, los minutos o cualquier otra duración temporal sólo pertenecen a una preocupación de antaño… Ahora, me siento activo, robotizado.

Hasta que… Y ocurre.

Siempre hay un hasta, un momento en que la cotidianidad adquirida cambia. Un suceso que marca un antes y un después, en el hoy vivido. En mi caso, fue Eudaimonia. Extraño, pero cierto. Su presencia despertó mi pensar, su revelación concatenó mi intriga. De un día para otro apareció recostada en mi cama, y todavía me acompaña a donde vaya. Ya sea la oficina, el parque, el cine o el supermercado. Ahí se mantiene, al lado mío, entregando consuelo… Afecto.

Hay veces que pienso que ella me recuerda alguien o algo que antes tuve. A una amiga de colegio, a un juguete preferido o un viaje con mis padres, antes de que se durmieran; antes que el avión cayera al mar y la familia se dividiera por miles de endiablados pesos que entregaría la compañía de seguros. Antes que dejara de sonreír y no tuviera, o mejor dicho, no quisiera pensar, ni menos recordar. Tal vez cuando era niño conocí Eudaimonia, y ya que soy adulto la he vuelto a encontrar, la he querido aceptar.


Así y todo, Eudaimonia es especial. Y no sólo porque tenga descendencia griega y la actual cultura occidental la denomine como felicidad, sino que una vez que está materializada en útero se llega al goce máximo, total. Conexión trascendente, natural.

Definitivamente, no hay Adán si Eva es sólo sexual.

Estado emocional

Domingo. Día nublado. Silencio. No mucho qué hacer. O sea, hay obligaciones académicas que efectuar y horarios part time que cumplir. Es la idea. Y sólo queda en eso: en una idea, pues no deseo moverme. Hay que cumplir, pero no ahora. Estoy inmóvil, y de esa forma quiero permanecer. Detener los deberes e interrumpir mi aceleración ciudadana. Añoro tranquilidad: alejado de las decisiones y las responsabilidades del momento… Sólo ser. ¿Se podrá? ¿Habrá un momento para realizar un alto, en el tiempo y espacio, y existir?

Mientras, espero y sigo. Medito y acciono, anhelando esa consumación espiritual. Estado de plena emocionalidad… ¿Donde andarás?

Entrelíneas



Diego lee el titular de la noticia principal publicada en el diario matutino: Dos adolescentes mueren atropellados por conductor de Transantiago. María, esposa y madre de gemelos, se pasea preocupada por los pasillos de Urgencia, en el Hospital del Trabajador. Cristina sigue mirando por la ventana de su casa, a la espera que llegue su hija de una fiesta en el barrio alto. El jardinero Panchuelo vuelve a tocar el timbre para que el señorito Damián le abra el portón de la casona, pues los patrones se encuentran en otro viaje de negocios. Y el cabo Miranda, de la segunda comisaría de Carabineros, en la comuna de Vitacura, observa la escena del accidente mientras que su compañero, el cabo Martínez, cubre ambos cuerpos con unas sabanas. Suena un celular. Diego detiene la lectura y contesta.

-Diego…-pronuncia una voz quebrada.

- ¿Tía?-responde extrañado.

-Es la Cristi...

Luto sin respiro. Sangre y hecho real.

Secreto de aula

Abrí la puerta y los vi. Mis ojos no podían negar la verdad de lo que estaba sucediendo, y mi corazón presentía que era mal momento. Pero el examen de Lenguaje era mañana y debía aclara una duda. Ojalá hubiera preferido no saber… Sobre todo esto.

Asistir a las clases de Lenguaje y Comunicación con el profesor Véliz era una experiencia emocional sobre el relato mismo de novelas, cuentos o, incluso, películas y canciones que revisábamos durante esa hora y veinte minutos. (Cálculo temporal imperceptible como alumna, y que sólo me era elocuente una vez que repiqueteaba la campana para irse a casa. Sonido que implicaba pena porque la magia se acababa). Desde Don Quijote, de Cervantes, hasta el Detective Brulé, del chileno Roberto Ampuero, se transformaba el señor Véliz con tal que nos encantáramos con la lectura y, a la vez, aprendiéramos elementos y teorías literarias que cualquier estudiante universitario de Licenciatura en Literatura desearía saber. Él comunicaba su devoción por la educación y por nosotros. Al punto de testimoniar confesiones personales bastante emotivas. Tanto así que el traje de pedagogo se alejaba de mi mirada colegial para dilucidar la figura varonil: un hombre en comparación a los lascivos y púberes compañeros de aula. Gran profesional e inesperado sentimiento. Ambos en mi cotidianidad escolar, a meses de dar la Prueba de Selección Universitaria. Y sólo pensaba en aprovechar, tanto la asignatura como su enseñanza.

Dentro de las arpías chiquillas que completaban el cuarto año medio del liceo, se encontraba la Pitu: la más maraca (sí, debo decirlo) y mentirosa de todas. No había pololo o andante que no terminaba en sus grasosos tentáculos. ¡Qué rabia! Y no por su capacidad de ingerir inmaduros sin importancia; al contrario, era un alivio si alguno de ellos tenía intereses hacia mí, pues ella me evitaba cualquier declaración de rechazo cruel, pero finalmente sincera. Lo doloroso era que odiaba leer o estudiar actos de habla, tipos de narradores, y mucho menos asistir al preuniversitario de Lenguaje que se instaló en el liceo (otro hecho que ejemplificaba su dedicación pedagogía). Sólo deseaba al señor Véliz. Nada más. Otra conquista dentro de la aglomeración de ponceos ya constituidos. Los celos estaban aun cuando no quisiera. No quería sentirme vulnerable, y menos por ella. La relación entre Tomás y yo no tenía comparación (así le digo cuando hablo sola). De modo que menos me iba a preocupar cuando ella se subía la falda escocesa al lado del profesor para suplicar un aumento en el puntaje mínimo de una prueba, y menos si se atrevía a enunciar su bello nombre con un tono infantil-seductor para aclarar una duda durante la clase. Había que ser estúpida para no percatarse de las malévolas intenciones de la Pitu, pues yo sabía que el mínimo contacto físico entre alumna y profesor era imposible. Por lo mismo, respetaba la regla tacita e inamovible que impedía alguna demostración palpable de afecto incondicional hacia el señor Véliz. Eso si era cariño. Sentimiento real, y no pura calentura…

-¡Pendeja maricona!- gritaba sola en el baño para desahogarme, cuando todos seguían en la sala. Sola y protegida. Lista para llorar.

La primavera llegaba a su fin. La ceremonia de graduación y la esperada fiesta tenían los días contados. Y esa tarde de lunes, abrí la puerta de la oficina del profesor de Lenguaje para aclarar algunos aspectos del libro Gracia y Forastero, antes del último ensayo-examen-final de la vida escolar. Pero el encuentro conllevaba una intención mayor. No estaba vestida de mi falda, zapatos y blusa que conformaban el traje virginal de la etapa secundaria. Me sentía lista, con mi peto verde y jeans ajustados, para mostrarle a Tomás los 18 años que confirmaban la cedula de identidad, en mi día de cumpleaños, y que sólo quería recibir su regalo. Uno que nunca se me olvidaría en la vida. Sin embargo, el potente sol de aquella tarde iluminó a dos cuerpos sudorosos y excitados, con sus órganos sexuales activos, dispuestos a consumar el acto pasional. El amor platónico se quebró en sufridos pedazos y el odio irrumpió en la habitación. El respetado profesor no pudo contenerse a la fama de galán y macho alfa, remarcada en el liceo, y sucumbió a los brazos de ella, sin importar las represalias posteriores. Ni siquiera dignándose a dejar el cerrojo de la puerta de la oficina con llave. Ambos pecadores del status docente merecen el castigo máximo por tal inmundicia. Y yo, tras ser testigo ocular de esto, no tuve otra opción de correr. Salir de ese lugar impuro lo más pronto posible, antes que mi líbido me hiciera pensar lo contrario y perdonar a quién antes era inspiración e incondicional expresión de lo que podría llegar a ser un profesional de la educación. Mejor olvidar, y seguir corriendo. No detenerse y dejar que el sufrimiento languidezca. ¿Se podrá?


No es posible. Llevo días con pañuelos húmedos y papeles de chocolates esparcidos en mi pieza. Las películas con trama amorosa me recordaban a falsos episodios de nuestra añorada convivencia, y el diploma de Educación Secundaria, pegado en la pared, replicaba aquella escena. Malditos. ¡Qué mierda se creían! Se hicieron lo desentendidos y dejaron de hablarme. El profesor inmutado recibió mi ensayo, dedicado por supuesto, con la cara bochornosa; mientras que la otra no volvió al liceo hasta la ceremonia de graduación. Después, incomunicación absoluta. Ambos desaparecieron de mi vida, y a pesar del dolor causado, necesitaba respuestas. O más que todo, decir la verdad, antes que otra muchacha se engañe y pase por lo mismo. Pero cómo…
De repente, escucho el timbre. Abro la ventana y me percato del visitante:

-No te apresures. Sólo quiero hablar- dijo, en todo conciliador y con algo de suplica, el señor Véliz.

Por suerte, mis padres trabajaban y me encontraba sola en casa. Dejé que el profesor se acomodara en el sofá del living, hasta que solito se decidiera. Silencio total. Y en el momento, cuando presentí que era yo quien debía sincerar mis sentimientos, me dijo:

“Lo que viste es cierto, y no puedo negarlo. Sé que como profesor no puedo… Simplemente no puedo. Pero con Graciela, la profesora de Matemáticas, nos queremos. Te pido, si puedes, que no le cuentas a nadie lo de nosotros. Ni a tus padres y menos a tus amigas. La directora Larotonda sabe ahora de lo nuestro y respeta nuestra relación. Pero no tiene idea de lo que viste en mi oficina. De modo que te vuelvo a pedir…”

Y cuando recalcó: “Pero con Graciela, la profesora de Matemáticas, nos queremos…”, no seguí escuchando. Inmediatamente se rebobinó el balanceó genital entre estos dos amantes, con la piel brillante por la constante transpiración, listos a romper el mesón de la oficina con tal de llegar al clímax hormonal. Ya quería ser la mujer que estuviera entre sus piernas para sentir su órgano fálico, como diría el profe de filosofía, dentro de mí. Pero nada importaba ahora. Dejé que Tomás siguiera hablando, mientras asentía con la cabeza en señal de confirmación y pleno acuerdo de todo lo que decía. Porque, en el fondo, esto si es un acto de amor verdadero. Y no sólo sexo… Carnal y libidinoso. La Graciela podrá tenerlo físicamente; en cambió, yo guardo un secreto que es sólo nuestro y que nunca podrá tenerlo, ella ni nadie. Hasta que la muerte nos separe.

- ¿O no Tomás?- articulé desde introspección personal.

Y atónito por lo dicho, el señor Véliz no supo qué responder.

Media hora después, y ya aliviado por la situación, el profesor dejó mi casa con la sensación de tranquilidad que también percibía en mi misma. Aun cuando, no estaba todo dicho. Faltaría ver cómo alejo a la tal Graciela para que estemos juntos de nuevo. Porque la adultez legal la tengo y sólo faltaba que Tomás abriera los ojos a sus verdaderos sentimientos, durante este caluroso verano que apenas comienza.

Escrito por Ignacia Bustamante, una testigo de un hecho ficcionado-real.

Veterano encuentro



Aurelio se encuentra frente a un cruce con cuatro rutas posibles: los respectivos puntos cardinales, en piso de ripio y sin límite alguno, aun cuando el crepúsculo diga lo contrario. El sol cae en otro sueño nocturno y Aurelio debe decidir a dónde ir. Con maleta en mano y una Chevrolet LUV fuera de servicio, este octogenario busca que el azar le dé una mano. Alguna señal que le permita aventurarse. Dejar el traje de viudez y renacer. Volver al mundo, salir de la cotidianidad y realizar un deseo: viajar. Periplos donde el tiempo no sea una hoja de ruta; más bien que se convierta en una mera herramienta de orientación. Cuántos días, meses o años pasen realmente no importan, pues lo que trasciende son las experiencias. Lo que queda impregnado bajo arrugas remarcadas y blanca cabellera. Extractos de la vida que permanecen en uno hasta el final.

Mariela añoraba travesías como las que su acompañante está dispuesto a comenzar, pero un gastado corazón dejó de latir. Emociones posteriores a un prolongado y sufrido acto de vejación, terminaron por expirar el último aliento de la bella anciana. Tiesa y fría no alcanzó a despedirse. El adiós lo entregó Aurelio luego del funeral como único acto de presencia. Palabras escaseaban, un cálido beso de ella también.

Al abrir los ojos en medio de este inhóspito cruce, Aurelio vuelve a pronunciar la misma despedida a través de una caminata constante. Dirige la vista en lo que queda del horizonte y toma uno de los cuatro caminos. ¿Cuál será? Eso poco interesa, pues quién sabe si se encuentran con este paseante. Yo lo hice. Por qué ustedes no.

Madre

Gabriela se siente sucia. El hedor del cincuentón cliente quedó impregnado en su cuerpo. Ni siquiera media hora de agua caliente pudo quitar la pestilencia del lascivo hombre. Son la seis AM, y pronto va a amanecer. Otro horario cumplido. ¿Hasta cuándo?

A veces, Gabriela se pregunta por qué hace lo que hace; qué la detiene a buscar algo mejor. Decir: “esto se acabó”… Y la imagen de Tomasito sobresale de una vieja fotografía encima del velador del dormitorio. La oportunidad laboral de la capital, en contrariedad a la del norte chileno, obligó a que ambos se separaran. Ahora, el pequeño está al cuidado de los abuelos mientras Gabriela supuestamente mantiene la mensualidad de pañales, alimentos y juguetes como mesera en un café del centro santiaguino. Pero la verdad es otra. Una cubierta de abusos, maltratos y golpes. Cavernícolas-urbanos excitados, de corbata u overol, que con dinero se autoproclaman el derecho de ultrajar las intimidades de la muchacha. No hay preámbulo alguno, directo al sexo: duro, fuerte y unipersonal. Un escalamiento hasta la exclamación masculina y, a la vez, una tortuosa espera femenina. Uno siente todo y el otro niega cualquier dejo de placer. Ella sólo desea que eyaculen pronto…

-¡Basta. No más! Por favor, no más-, replica silenciosamente Gabriela en cada sesión.

… Y listo. Pagan y se van. El vacío persiste en ella por unos segundos, y luego todo se tranquiliza. La soledad es su amiga y posibles amoríos nunca resultan. La mano pesada y oscuros moretones dan fe de aquello. Sólo el recuerdo de su hijo logra que persista en la antigua profesión. De modo que el abandono del masculino acabado se convierte en un máximo alivio, en vez de una fatal desilusión. Aunque hay momentos donde desearía amor, y no puro dolor.

El sol está por salir. La ventana abierta deja que los rayos matutinos iluminen la habitación y refresquen el acalorado ambiente de encierro. Gabriela aprieta con la mano un bajo de quinientos mil pesos y agradece tenerlos, mientras los guarda una caja junto a sonajero blanco. Sin embargo, no sabe si esos billetes equivalen el real precio por el acto cometido. Dolorosa lujuria ajena versus el bienestar propio. Amor de madre encerrado en traje de puta. Vergüenza maternal.

El ruido constante de la locomoción colectiva sube de tonalidad y silencia los llantos de la mujer. La tristeza queda en ella, y otra jornada comienza.

- ¿Cuánto más habrá que esperar?- es la pregunta que Gabriela no deja de hacerse cada noche… Todos los días.

Soy Como Soy

Ella dice lo que piensa, pero no le gusta pensar. Puede sonar anecdótico, es cierto. Sin embargo, ella comunica desde su sentir inmediato, desde la primera sensación que percibe de las cosas. Reacción emocional inmediata: explota emociones y alegrías, enojos y rabietas, dejando el juicio para otros momentos. Elije no meditar porque le molesta, le perturba. Y eso se respeta. Sea como sea, porque logra bellas actitudes. Ella empatiza y comparte con todos. Olvida discriminaciones y abraza almas, sin importar color, raza o figuración social. Como que cae bien en todos lados (según lo que me han contado y lo que yo he presenciado). Te hace sentir bienvenido, querido. Ahora bien, este comportamiento no la encasilla, para nada. Y esa es la duda… “Soy como soy” es la frase que la identifica. Un modo de vida que me cautiva por su sinceridad y pureza, por desvanecer miedos y enfrentar nuevas experiencias, personas y momentos. Pero es la misma que a veces también me desconcierta. Sobre todo porque uno no sabe si sus dichos sólo provienen desde un estado apasionado y transitorio: lugar donde el corazón exterioriza palabras sin meditar… O desde una reflexión mayor, aunque resista hacerlo… Bueno, a pesar de eso, me encanta, tengo que admitirlo. Sigo atado a ella.


Ella fue mi pareja. Ahora, la siento mi amiga… Mmm, puedo sonar mula. Una completa mentira o sesgo. La negación de una relación que ya acabó. Pero creo que es distinto. Tengo sentimientos que va más allá de la atracción física y sexual hacia ella… Amargarini me sana cuando hablamos o echamos la talla. Solos o en la compañía de Javier y la Carola, la Chica me hace feliz. Ya sea por su despampanante personalidad en cada crepúsculo o su transparente actitud en las tardes de pelis y cerveza helada. Alguien que escucha, aconseja, fuma (con demasía, pero cigarrillos). Ella me entiende y yo pienso que también. Juntos nos hacemos bien. Es decir, en compañía. Ya no hay necesidad de intimar, sólo hablar y escucharnos. Nada más. Ella es ejemplo para mí y para muchos, a pesar de que ella señale lo contrario. Y la verdad, lo que diga el resto me da igual… Sólo me gustaría que pusiera sus brazos alrededor mío, una vez más.


Lamentable sólo sueño. Sí, replico puras añoranzas. En este momento estival, a semanas que se acerce el odiado Marzo y las obligaciones de un futuro mejor, ella y yo estamos en caminos separados. Motivaciones diferentes. Y con franqueza, deseo respetar su espacio. La tranquilidad que tiene y lo bien que está ahora. Siempre creí que yo podría hacerla feliz. O mejor dicho, entregarle mayor felicidad de la obtenida en el pasado. Sin embargo, ella me ha comunicado que al estar lejos (no pololos), ella se encuentra bien y plena. La perturbación de meses atrás se sepultó, y sólo quedan pequeñas complejidades en su vida que con gusto ayudaría a solucionar, aunque sea a través de tertulias chelísticas y piscoleras en juntaciones maculanes o, si no es posible, en conversaciones virtuales. Sí ella es feliz, yo también: una epifanía sincera de afectos entrañables y francos. Amor verdadero que respeta y deja ser. Volver ya no es un tema. Es mejor dejarse llevar. “No pensar”, como dice ella.

Sólo pido que seamos como seamos… que conozcamos nuestras vidas y sigamos cercanos, no extraños.

Intranquilidad

-¿Dónde está?- se pregunta Diego cuando cae la noche en la ciudad.

El celular no lo contesta. En casa, le dicen que salió a medio día y aún no llega. Los amigos cercanos no tienen información de su paradero y eso frustra. Diego sabe que lo olvidaría, pero no tan pronto. Menos ahora, cuando más la necesita. La desaparecida provoca angustia en el muchacho, ansias de saber lo que le pasa, qué es lo que piensa: ¿ A quién quiere? Una sensación de completa separación que entristece falsas esperanzas, pues puede decirse que ya eligió. Y Diego no fue el indicado. Desilusión mayor.

Suena el teléfono.

La voz aguda y silenciosa se escucha por el auricular.

-Disculpa, pero mi mamá estuvo internada en la clínica por una gastritis aguda y me quedé con ella toda la semana. No quise preocuparte. ¿Estás bien?

Diego no tiene palabras para responder. Pensativo, el muchacho comienza a gesticular una nueva sonrisa. Y resucitan las ilusiones de posible retorno y los sueños de un regreso. Se han comunicado, nuevamente. ¿Hasta cuándo? Nadie sabe. Sólo el tiempo y la in-seguridad lo dirán. ¿Ilusión dañina o aferramiento trascendente? ¿Amistad o algo más?

Despertar

Agustín abre los ojos. La boca reseca y la jaqueca cervecera irrumpen sin piedad. Gira cabeza y observa. A su lado yace recostada Josefina. Desea enunciar poesías en su nombre, sin embargo, la pérdida de la voz, producto del jolgorio nocturno, impide tal pretensión. El angelical y pasivo estado somnoliente de la joven descontextualiza la fiestera personalidad que ella destaca durante cada crepúsculo. Dos comportamientos que complementan una misma alma: completa belleza. Agustín lo sabe y se queda expectante. No emite sonido alguno y es cuidadoso en sus movimientos. Apreciar esa hermosura es una añoranza de meses atrás, y no quiere perder la inesperada ocasión. Ella duerme y Agustín agradece su despertar. No hay palabras, sólo miradas. Todo está en calma. Agustín respeta y deja descansar. Ella sueña… Y él también.

Furia transitoria

Asqueado de la terquedad de su madre, Ignacio sale con la velocleta por la ciudad. La noche estival fresca el rostro del muchacho mientras aumenta la velocidad. Son las 3 AM y no hay automóvil que interrumpa el recorrido. Ignacio medita sobre ruedas. No tiene otra forma. El movimiento le da libertad. Estar en casa es igual a aburrimiento. La Ex es sensación de ausencia y ansiedad. Las peleas familiares sombrean su entusiasmo hasta desmotivar, por un segundo, próximas aspiraciones. Pero el corajudo motor rechina con más fuerza. Es constante. Edificios, árboles y paraderos de micros se convierten en imágenes borrosas e indescriptibles para el ojo humano. La rapidez que alcanza la velocleta rompe el ámbito cotidiano y se adentra al abismo ficcionado, donde todo es posible, incluso la reconciliación.

Al llegar al Trébol, un inhóspito bar rockero y de buena onda, Ignacio rebobina. Del presente hacia atrás. Retrospección mental, porque hoy el local se encuentra cerrado. No hay visitantes ni locatarios para observar y pensar si recuerdan su presencia. Ignacio exponía sus dotes de vocalista grunge, con temas de Pearl Jam, Alices in Chains y de otros grupos noventeros en la noches Karaoke. La popularidad llegó sola. Y fue durante la actuación del tema Throw Your Arms Around Me que conoció a la innombrable. Chica rubia, tentadora, carnuda y divertida, pero hiriente. Ella alucinó las expectativas de Ignacio hasta dejarlo, después de unos meses, por nimiedades. Así y todo, esos encuentros y otras vivencias vuelven a Ignacio con premura. De dulce y de agraz. De embelesado cantante amateur a joven despechado. Por lo mismo, vuelve a acelerar.

El recorrido persiste. La solitaria autopista delibera la posibilidad de aventurarse, de no importar. Sólo existe el pavimento y uno, movilizado en la velo-destellante-cleta en busca de algo más. Alguien diferente que no ilusione, más bien, que encante. Niña alegre que diga las cosas de frente y no juegue con los sentimientos. Persona con la que puedas hablar horas sin delimitar el tiempo de término o de comienzo. Mujer que encienda tu líbido, pero que también produzca cosquilleos estomacales, ansiedades emocionales y buenas añoranzas. Esa alma noble que regocije el día…

Ignacio respira con dificultad. Siente que pierde la orientación, sin saber dónde se encuentra. La imagen de una joven se le aparece y se acerca para cobijarlo. El calor es constante, seductor; pacifico. La furia perece. Ignacio consigue paz. Y la sirena de una ambulancia se escucha desde la distancia. La voz femenina explica sobre el choque sin intención que le propino a su velocleta y pide que no se mueva. Ignacio nunca la haría ni lo hará. Encontró donde menos se lo esperaba.

-Destino, suerte, azar, magia negra o blanca o el dios cristiano, quién sea, gracias- exhala Ignacio antes de perder el conocimiento.

Muchos piensan que en los momentos más oscuro de la vida, una persona puede llegar a tu cotidianidad y remecerla completamente. Para Ignacio, el accidente no fue un agravio; al contrario, se convirtió en una oportunidad. Esa que se presenta de cuando en vez. Él acepta y reniega las represalias. Pisa el acelerado sin miedo alguno. Aventurero en busca del abrazo reciproco: el tierno y amado calor humano.

Pensamientos in the Chilean-wild

El Norte. El aire es limpio, el sol poderoso quema la piel y el viento ayuda a refrescar. Siento todo. Estado emocional. Pasan las horas. Y eso no importa. Aquí, el tiempo deja de existir para deliberar protagonismo al silencio. O mejor dicho: a la tranquilidad. Esa es la sensación que percibo a tres metros del suelo en una pierda pensante. No hay espacio para perturbadoras interrogantes ni dudas existenciales; desaparecen las futuras preocupaciones, y el corazón se recuperar de un rompimiento arterial en plena estación primaveral Ahora, disfruto… Me sano de un amor humano y conecto con otro natural.

El oleaje de la tranquila marea de Playa Blanca baña al lento crepúsculo. Los rayos solares decantan en hermosos destellos que colorean la mar. Envidiable postal. Pero no puedo mentir. Estando lejos, la siento más cerca. La alba arena de la planicie simula la tez de su rostro, y la pasividad del lugar emula tardes de compañía apoyado en su pequeño y frágil, pero curvilíneo cuerpo. La imaginación explota hasta la capital y rescata a C.S.I. del infierno de cemento para transportarla hasta mi cobijo. Palpitación dual. La añoranza se convierte en mágica realidad y ambos disfrutamos del inhóspito lugar.

El silencio se esfuma. Su aguda voz y reiterados rezongueos re-crean la sonoridad del territorio. Nos comunicamos, charlamos. Reímos y lloramos. Estamos re-conectados.

Ella logra aparecer al lugar que vaya. Pero no molesta. Si no que reconfirma un sentimiento en busca del olvido y, sin embargo, la memoria lo trae latente de vuelta. Sentimiento perpetuo. Quizás por su significación personal o por efectos del azar. Eventualidad que nos permitió encontrarnos y luego terminó por separarnos. Y por lo mismo, prefiero aprovechar la falsa-real juntación hasta que la consciencia me enrostre la verdad. Ensueños de besos y abrazos. Fogosidad pasional.

Estrellas iluminan un cielo ya oscuro, y aún siento sus caricias en mi rostro. Pero la calidez se convierte en viento fresco, de nuevo. Y de la piedra pensante observo un mar oscuro, una desolada playa y, desde la distancia, a tres compañeros que piden el regreso al quincho para comenzar el respectivo divertimento. Re-play. Nada más. Y “pon los brazos alrededor mío”, es la frase musical de este periplo. Ya sea para bien o para mal. Come back.

Acompañante


La vi, y algo me produjo. No sé si fue la sonrisa de fotografía o su pelo liso y negro. O quizás fue su atrayente personalidad. Mmm. Tal vez fue todo… Pero ya no importa. Porque lo que vale es que me encontré con ella en el lugar más inesperado (mi casa durante una fiesta) y ahí supe. Tenía que insinuarlo, y simplemente le dije:

- ¿Y si vamos juntos?

- No sé… En una de esas… ¿Quién sabe?-
enunció con rapidez cuando se dirigía al auto de su amiga para volver a su casa, tal como una cenicienta, antes de la medianoche. Aunque eran como las cuatro de la mañana, eso sí.

Y el azar comenzó. Los dados se lanzaron y las acciones efectuaron el curso natural de la vida para re-conectarnos por medio de una llamada telefónica.

- Déjame pensarlo…- declaró por la otra línea.

Pasó un día o dos, y la conversación de minutos permutó en una segunda de casi una hora. Nos conocimos un poco. Comentamos historias familiares y amorosas entre risas, silencios y respiros. La sensación era cautivadora. Éramos dos personas que probablemente nunca se hubieran hallado, pero que en ese momento supimos abrirnos en busca de mutua comunicación. La lejanía se convirtió en comodidad y lo desconocido transmuto en seguridad. No hay necesidad de mentir, ¿para qué? Éramos extraños en proceso de conocernos. No había motivo para engañar al otro si finalmente el reencuentro sería incierto. Sin embargo, todo cambió.

- Pero obvio que quiero ir contigo. ¿Por qué no? Si un matrimonio siempre es entretenido.

Y al decir esas palabras, se abrió una puerta de confianza. O más bien de voluntad. Iríamos a un lugar, juntos. En dualidad. Dos, y no uno. ¿Comienzo de una amistad o sólo buena onda? Esa era mi duda.

Aún lo es.

Sábado en la tarde. Se puso un vestido negro que combinaba con su cabello, todo terso y a la vez curvilíneo. Me percate de la sencillez en su maquillaje y lo brilloso de sus labios. Presentí una atracción física inmediata. Pero no carnal. Era algo emocional. Una sensación de que su personalidad florecía con su apariencia, al punto que ese complemento traslucía su fiel esencia. Ahora, la podía ver mejor que por teléfono. Por ese día, ella sería mi acompañante. En voz, presencia y con toda su naturalidad.

La luna evocaba la felicidad del evento. La familia estaba contenta. Los invitados disfrutaban del trago, la música y la alegría de una pareja casada. Y tras de un antifaz, ella personificaba su ser y también un álter ego. Una dualidad que me hacia dudar pero que a la finales aumentaba la diversión para ambos, mientras el baile y la dicha se conjugaban en deslizantes movimientos. Y los recuerdos de la misa, de la cena, de los brindis y de las conversaciones, antes de ese momento, transitaban por mi mente. Fotografías eternizaban la noche de celebración y resguardaban el atentado de un posible olvido. Ella y yo ya no éramos extraños. Nos convertíamos en algo más. Aún sin nombre, pero no éramos desconocidos. De eso estaba seguro.

Y hoy, la pregunta se mantiene. Ha pasado Navidad y Año Nuevo, y la cercanía volvió al comunicado telefónico o virtual. En tanto, el registro fotográfico y audiovisual contienen las imágenes de aquel día. Y al pensarlo bien, es interesante como en un particular lapso de tiempo, chico puede conocer a chica y atreverse, ver qué pasa. Un momento de entretención puede dar el comienzo de una relación o simplemente desconectarse. Sólo se debe sentir y decidir. Atreverse o seguir adelante. Dejarlo pasar o recoger la experiencia en busca de una segunda ocasión. Un sí o un no. Determinación personal. Dos posibilidades, dentro de muchas… ¿Qué hacer?

Pienso y es mejor no preguntarse. Ella está presente. Se siente cerca estando lejos. Y más todavía si el azar conduce a la muchacha hacia el norte. Aun cuando es una oportunidad merecida, existe un poco de pena también. Muchas veces la distancia conlleva al olvido. Al no recordar. Y a dejar que el viento estival disipe buenas vivencias. Sin embargo, este caso es distinto. La sonrisa de fotografía me dice que estaremos en contacto. De una forma u otra. Por lo mismo gracias… Gracias por ser mi acompañante.

Entrañables

Miro a Santiago y no me detengo. Puedo pasar horas sentado en la banca de la plaza mientras el pequeño juega fútbol con sus amigos. Con 5 años ya lee fábulas de animales y particulares playstorias, trata de escribir más que dibujar, y pregunta sobre todo lo que le rodea. Es una esponja sedienta conocimiento, pero siempre con el juego de por medio. Ilumina la misma alegría superlativa y amor eterno que su fallecida madre, mi chica… Amanda. Ella desaprecio por un fortuito acontecimiento. La culpa me carcome y Santiago interroga.

-¿Por qué papá? ¿Por qué?-articula el pequeño cada cierto tiempo. El mismo que me falta para obtener una comprensible respuesta.

Prefiero callar. Y por suerte, o por la inocencia infantil, Santiago vuelve a lo suyo. La niñez es desconcertante en estos casos. Puede ser muy directa a ratos, mientras que en otros deja todo a un lado por un helado o un permiso para salir a jugar. No sabes qué esperar. Te quedas expectante hasta que enuncien algo. La sorpresa es constante en el mundo paternal, tanto, que siempre estás al límite. En la máxima emocionalidad. Sobre todo cuando sabes que acabará. Cuando lo incierto toca la puerta de tu hogar y realiza una inesperada visita. Cae de las escaleras y muestra la fotografía progenitora ensangrentada. El pulso se detiene, el corazón se contrae y el miedo lo inunda todo. El frío gobierna la habitación. Y estoy parado frente a él. Cierro los ojos. Me siento húmedo por dentro, y agua salada cae en mis labios. Saboreo amargo. Respiro hondo y observo.

Ahora sólo recuerdo. La memoria es mi fiel acompañante para el porvenir. Cada día batallo con el olvido para que no se salga con la suya y cumpla su cometido. Visito parques, eventos deportivos, compro libros infantiles. No me detengo. No quiero. No puedo. Los evoco para no sentir soledad; detengo la mirada en fotografía de bellos momentos para asegurarme que existieron, y en las noches estrelladas del verano busco aquella luminosa que Amanda siempre señalaba. La inigualable y única. Tal como ella y como Santiago. Dos almas en paz y bajo tierra. Cubiertos por el mismo pastizal por cual camino lentamente en compañía de otros inmortales, observando sus sitiales de piedra pulida hasta perderme… Hasta encontrarme de nuevo y sentirlos en mis abrazos. ¿Será posible?

El vuelo



Tranquilidad. Esa es la palabra que Gustavo piensa cada vez que se conecta a MSN y ve el icono particular con el seudónimo de ella. Ya no espera que un mensaje de voz, una carita redonda o un escrito. La comunicación virtual se quedó atrás. Ahora, sólo observa y olvida. Es mejor. Algo perturbador a ratos, pero a la vez tranquilizador. Al fin y al cabo.

Gustavo la recuerda como una mujer en cuerpo de niña. Una inocente belleza con temperamento de adulta, con enojo de diabla y sonrisa de ángel. Una complexión interesante. Conocerla se transformaba en un viaje emocional en donde no sabías qué esperar. Rabia y alegría, remordimiento y seguridad, pesadez y comodidad, entre otras sensaciones terminaban por concatenarse en esta pequeña-gran personalidad. Alicientes cautivadores que embelesaban la visión hormonal hasta un estado afectivo mayor, un punto donde su cuerpo curvilíneo y albo ya no era la cumbre de su ser, sino un ápice del mismo. Gustavo sintió eso y más.

Sin embargo, los meses pasaron y la causa se perdió en el viento estival. El sol veraniego terminó por quemar el último recuerdo de aquella fresca primavera. Aun cuando Gustavo, en la embriaguez de la luna, pidiera su prospero retorno. Una petición que hace en silencio, vociferando dentro del alma. No articular palabras es su mejor resultado, pues deja que las cosas sucedan. La vida resuelve todo al final. Y con el tiempo como pareja de baile determinan el camino a seguir. Gustavo lo observa. Ella abrió las alas a otros parajes y siente que él debe hacer lo mismo. Encumbrar vuelo por la ciudad de cemento en busca de otra musa. O mejor dicho, planear sin búsqueda alguna. Solo sentir el aire en el cuerpo hasta que el destino nos detenga otra vez. El momento preciso. La plaza elegida. La fuente refrescante donde ella se pose a beber seductoramente la cebada helada y abrace a Gustavo, como tanto añora… Con amor.

Gustavo está desconectado.