Crónica de una vida

Amoroso López reposa su sofá favorito. Con 79 años a cuestas, una miopía que lo tiene, prácticamente, en la ceguera misma, y una calva brillante -comenzada ya en la adolescencia- apresura la memoria para reflexionar sobre lo que fue; acerca de lo que hizo y dejó de hacer.

Amoroso recuerda que si hubiera sacado a bailar a Matilda esa noche, durante el cumpleaños de un viejo amigo, ella sería su esposa y no la del Cabezón Riquelme.

“Estar en el momento justo… Atreverse, ser determinante y aventurarse a lo desconocido”.

Sin embargo, Amoroso compensa la escasez matrimonial con los flashes eróticos de aquellos encuentros furtivos con la vecina: Francesca Torinelli. Una joven divorciada que le demostró cómo se realizaban los verdaderos besos con lengua; la misma que tomó confianza y le ejecutó, con deleites repeticiones, la conocida conferencia de prensa; y cuando la fogosa relación estudiante-dueña-de-casa llegó al clímax pre-coito, le enseñó a leer el Kamasutra. Largas lecciones privadas en la cocina americana que terminaron producto de la visita inesperada del novio oficial.

“Ser el segundo no es malo. No tienes mayores responsabilidades que satisfacer su deseo sexual. Y, más encima, puedes escaparte del compromiso con sólo decir: No eres tú, soy yo…”

Cosas suceden, elecciones se toman y los inviernos pasan. Ahora, el anciano observa el solitario departamento en donde ha vivido los últimos cuarenta años. Las desgastadas fotografías grafican amigos pasajeros, periplos por el continente americano y amantes dejadas en cada ciudad y pueblo visitado. Antiguas vivencias que le hacen compañía. Como cronista de viajes, Amoroso nunca tuvo las ganas de asentar raíces, ni menos meditar en la procreación de herederos que llevarían su apellido. La adicción por conocer lo que no estaba frente a sus narices lo tuvo siempre intoxicado de aventura. A una rapidez tal, que no se dio una pausa para preguntarse por la soledad. De modo que la única persona que está con él es su enfermera pagada. No hay más.

“Aquellos que dicen ser tus más grandes confidentes, pueden ser también los mismos que olviden tu existencia. Tú diste todo y ellos sólo recibieron. No dieron… No entregaron nada”.

Amoroso descansa un segundo de la actividad recordatoria y toma un sorbo de vino tinto. El sabor lo calma, hace que su lengua se humedezca y reactive la cansada musculatura del cuerpo. Para él, esta bebida ha sido su acompañante en incontables de comidas nocturnas, cuando la sopa para uno de Maggi quedó salada o la carne cocina por la enfermera Vivianita, como le dice cariñosamente, no tiene el gusto necesario. Incluso, algunas veces Amoroso llora largo rato al disfrutar una copa; hace pausas para jugar con el oscuro líquido en su boca y luego lo traga suavemente por la garganta. Siente que es su único aliciente, sobre todo hoy.

“Exquisito. Dulce. Gratificante. Un placer para pocos. No es persona, no tiene vida propia, pero en el momento que toca mis labios, juega por mi boca y después crea una desinhibición única, me siento pleno. Se convierte en pareja”.

El reloj de mano que usa Amoroso se detiene, el tiempo también. Su médico le diagnosticó seis meses de vida. Pero él tiene claro que no llegará a la fecha pensada. La fría noche de invierno indica lo contrario. El anciano vuelve acomodarse en el sofá regalón. Respira lento y exhala igual. Amoroso cierra los ojos y piensa en Matilda. Luego busca el anillo de oro que ocupa en el dedo anular de la mano izquierda. Lo frota y sonríe. Una frase inscrita sobresale de la reluciente argolla: Te espero todavía.

“Me imaginó a los dos mientras bailamos al ritmo de una suave melodía. Tú me abraza y yo respondo. Unidos, nos tocamos. La excitación es evidente. Somos honestos. Ambos queremos. Lo sé....”

Amoroso alza la vista nuevamente.

“... Y me arrepiento”.

El anciano ya no tiene pulso.

Reencontrar



José Tomás camina apurado por la calle para tomar la micro hacia la universidad. Le quedan 20 minutos antes que el profesor cierre la puerta del aula, y no ve su D-08 pasar.

- No de nuevo… Nunca pasa cuando quiero que lo haga… Es mi suerte, lo sé- reconoce apesadumbrado.

Y José Tomás dirige su mirada hacia el paradero de la avenida Bilbao con Tomás Moro para saber si hay gente esperando el transporte público, pues odia esas interminables filas que trajo consigo el Transantiago. La decisión visual rompe su discurso sobre su mala estrella: Victoria aparece, sonríe, y se acerca para saludarlo. José Tomás, impávido, recibe un dulce beso en la mejilla. El joven estudiante no reacciona; observa. La amiga-especial está frente a él, pero decide evitar errores y no hace nada; sólo se muestra con alegría. Demasiada. Ella lo mira con sus ojos brillosos como esperando una respuesta o un comentario pertinente. José Tomás no tiene otro remedio.

-¡Hola! Eh… Pucha, estoy apurado…- son las palabras que puede articular el muchacho.
-Bueno… Entiendo- responde con su característica sonrisa la joven.

Ambos retoman su camino. Victoria se traslada a la “oruga blanca” para hacer un transbordo y llegar a tiempo a su casa de estudios, mientras que José Tomás hace lo mismo al subirse a la D-08. El reencuentro se termina allí. La distancia es cada vez mayor.

- Obvio. Qué tarado. Esa es mi suerte…. O mejor dicho, diría que así soy yo… Siempre- confiesa silencioso José Tomás a lado de un desentendido obrero. El estudiante se queda obervando la silueta lejana de Victoria por la ventana del ruidoso transporte..

La D-08 sigue su recorrido.