Madre

Gabriela se siente sucia. El hedor del cincuentón cliente quedó impregnado en su cuerpo. Ni siquiera media hora de agua caliente pudo quitar la pestilencia del lascivo hombre. Son la seis AM, y pronto va a amanecer. Otro horario cumplido. ¿Hasta cuándo?

A veces, Gabriela se pregunta por qué hace lo que hace; qué la detiene a buscar algo mejor. Decir: “esto se acabó”… Y la imagen de Tomasito sobresale de una vieja fotografía encima del velador del dormitorio. La oportunidad laboral de la capital, en contrariedad a la del norte chileno, obligó a que ambos se separaran. Ahora, el pequeño está al cuidado de los abuelos mientras Gabriela supuestamente mantiene la mensualidad de pañales, alimentos y juguetes como mesera en un café del centro santiaguino. Pero la verdad es otra. Una cubierta de abusos, maltratos y golpes. Cavernícolas-urbanos excitados, de corbata u overol, que con dinero se autoproclaman el derecho de ultrajar las intimidades de la muchacha. No hay preámbulo alguno, directo al sexo: duro, fuerte y unipersonal. Un escalamiento hasta la exclamación masculina y, a la vez, una tortuosa espera femenina. Uno siente todo y el otro niega cualquier dejo de placer. Ella sólo desea que eyaculen pronto…

-¡Basta. No más! Por favor, no más-, replica silenciosamente Gabriela en cada sesión.

… Y listo. Pagan y se van. El vacío persiste en ella por unos segundos, y luego todo se tranquiliza. La soledad es su amiga y posibles amoríos nunca resultan. La mano pesada y oscuros moretones dan fe de aquello. Sólo el recuerdo de su hijo logra que persista en la antigua profesión. De modo que el abandono del masculino acabado se convierte en un máximo alivio, en vez de una fatal desilusión. Aunque hay momentos donde desearía amor, y no puro dolor.

El sol está por salir. La ventana abierta deja que los rayos matutinos iluminen la habitación y refresquen el acalorado ambiente de encierro. Gabriela aprieta con la mano un bajo de quinientos mil pesos y agradece tenerlos, mientras los guarda una caja junto a sonajero blanco. Sin embargo, no sabe si esos billetes equivalen el real precio por el acto cometido. Dolorosa lujuria ajena versus el bienestar propio. Amor de madre encerrado en traje de puta. Vergüenza maternal.

El ruido constante de la locomoción colectiva sube de tonalidad y silencia los llantos de la mujer. La tristeza queda en ella, y otra jornada comienza.

- ¿Cuánto más habrá que esperar?- es la pregunta que Gabriela no deja de hacerse cada noche… Todos los días.

No hay comentarios: