La chica de la boletería

Primer Acto:

Martín Ramos miraba de lejos la boletería del cine Pedro de Valdivia -semanas antes que este edificio emblemático de la ilustración cinematográfica del viejo Santiago fuera rematado como cualquier cosa, ¡qué ironía!-. Dentro de la pequeña caseta, ella estaba sentada en una vieja silla contando los boletos que quedaban para la matiné. En su etiqueta de funcionaria decía Sra. Iñárritu. Lo cual indicaba dos cosas: su soltería, o al parecer un compromiso no sellado por el temido “matrimonio” y, un detalle menor pero igualmente de importancia, la forma exacta de cómo se escribía su apellido.

-El problema era saber su nombre, pensaba Ramos detrás de un arbusto en la plaza continua al cine. En sus manos sostenía un pequeño vincular negro por si le fallaba la vista. Y a medida que la joven Iñárritu efectuaba un comportamiento diferente a lo habitual, él anotaba la nueva info en su libreta Seven (comprada en una tienda de souvenirs luego de ver la película de David Fincher). No había movimiento que se le escapara de su ojo detectivesco. Más sagaz que el español Torrente e igual de intrépido que Columbo. Aunque manteniendo una tenida digna de todo joven sin onda y amante de las películas. Hablo de la típica polera de un buen filme, como la que usa Martín con la cara de Jack Nicholson cuando protagonizó a un escritor loco en The shining; unos jeans gastados y unas zapatillas a mal traer por los años de uso. Ya que cualquier tipo de atuendo sospechoso podría entorpecer los fines de la misión… Eso hasta que la gente de siempre te empieza a comer con la vista.

Sí, los mismos curiosos no perdían oportunidad para atender a las particularidades de Martín Ramos. Sus miradas y gestos mostraban dejos de burla y risas. Incluso varias parejas octogenarias murmuraban inmiscuidamente la conducta del muchacho. Sin embargo, para Martín su actuar no era para nada insólito o fuera de lo común, en lo más mínimo. Él iba a realizar su sincero ritual aunque tuviera que soportar el prejuicio ruin de aquellas personas que expresaban lo primero que veían y no eran capaces de detenerse un segundo, contener su anticipada opinión y verdaderamente abrir los ojos para entender lo que sucedía con este chico. Un joven como cualquier otro que decidió hacer cosas extra-ordinarias porque se encontraba embobado (palabra que ocupaba Martín para no decir que estaba enamorado).


Ramos ya había caído en la estúpida actitud de formar su identidad y realizar sus actos de acuerdo a lo que hacía y decía el resto. Se acabó esa frase “filo, sigamos a la masa”. No, eso ya no iba con su persona. Se terminaron las escenitas chistosa para la alegría de los conocidos y los piropos engrupidores para la chica popular. Ahora, Martín buscaba ser él solamente y no otro. Sobre todo si quería que la chica de la boletería no sintiera lo mismo que Macarena Santelices y se le fuera de las manos. No de nuevo.

De acuerdo a la bitácora que llevaba Martín, la señorita Iñárritu llevaba seis meses trabajando dobles turnos en el cine. Era una metódica en el arte de cortar boletos y dar el cambio de dinero, en monedas o billetes, dependiendo del caso. Toda una contadora del peso chileno. Y si había algún error de cálculo, su blanca y brillante sonrisa mejoraba la incómoda situación, donde al final era el cliente quien pedía perdón a la chiquilla por su enojo o molestia innecesaria. Ella sabía tratarlos, los entendía. Comprendía los tiempos en las relaciones boletera y cliente-o-espectador, ya sea cuando una pareja de jóvenes llegaba tarde a una película o no encontraba boletos disponibles, ella igual hacia los arreglos respectivos para que disfrutaran de su velada. O en los momentos que la mamá encargada del típico curso de pequeños básicos deseaba con fervor y premura la cantidad suficiente de butacas para la esperada Bee movie, y Iñárritu nuevamente calculaba, sacaba cuentas y lograba conducirlos, con linterna en mano, hasta el lugar deseado. Incluso con la valentía y poder para retirar a otros asistentes de sus asientos a otro sitio y así lograr que aquella madre pudiera tener a sus niñitos juntos y alegres en la sala de ficción. Un trabajo que lo hacía con amor… Y a los ojos de Ramos, ese era el amor que necesitaba en su vida. Para él, ella tenía que ser su re-start. La interrogante era ¿cómo?

Los días trascurrieron y Martín seguía con su actividad de mirón enamorado… Extasiado de tanta belleza física, pero faltó de algún saludo siquiera, un dato personal o un “hasta luego” o un “cuídate” por parte de la señorita Iñárritu. O sea, tampoco realizaban un gran esfuerzo personal. De hecho, la compra de su boleto diario se consumaba gracias al histriónico Paul Vadera: un viejo vagabundo de la plaza dispuesto a ayudar al pudoroso joven a cambio de un bueno cartoné saviñon de mil pesos para saciar su sed.

-Tenga jovenzuelo, aquí está su entrada… Y páseme ese trago…

Paul Vadera tomaba la caja de vino tinto y decía con alegría:

-Créame querido Martín, este brebaje (alza el cartoné al aire) es el cáliz de los antiguos dioses. A su salud.

Y luego desaparecía entremedio de tumulto de trabajadores, oficinistas y estudiantes que esperan tolerantes una micro del Transantiago.

Así de pudoroso era el pobre Martín. O cuando entraba a ver un metraje y luego salía del cine no podía acercase a la boletería. El pánico le entraba en la sangre y bombeaba su corazón a mil pálpitos por minutos. Sus rodillas tambaleaban, la frente sudaba y pequeñas lagunillas de sudor sobresalían de su polera por las axilas. Un aspecto poco agraciado para una presentación personal y mucho menos para convidarla a tomarse una cerveza -si consume al alcohol- o una café o una bebida. Ramos necesitaba urgente una acontecimiento gatillante o un suceso imparable que lo obligará a vencer sus miedos. Requería de un hecho que cambiará para siempre el devenir suyo y de la señorita Iñárritu.

Diario El Mercurio, 13 de enero.

Se remata Cine Pedro de Valdivia


La última función se realizará hoy a las 22 horas con la película Juno.

-¡Cresta, no te creo! Es definitivo… enunció desconcertado Martín en la pasividad de su pieza mientras su familia disfrutaba de una once dominguera en la terraza de la casa.

Martín dejó el diario encima de la cama, se acercó a la ventana y observó como su prima y su sobrino, ambos de 5 años, caminaban tomados de las manos por el patio, con un atardecer que iluminaba los últimas horas del día.

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