Ausencia

Emilio está vestido con un atuendo completamente negro: el terno, la camisa y los zapatos muestran su oscura apariencia. La lluvia humedece su ropa y realza aún más esa ennegrecida impotencia. A un metro de él, dos sepultureros realizan los últimos trabajos alrededor de las dos lápidas: reponen el pasto sacado por otro artificial y con unas palas remueven la tierra sacada a una carretilla. Emilio observa que en sus overoles tienen una brillante insignia de El Parque de Recuerdo cosida en el lado derecho del pecho. Emilio sonríe y los trabajadores lo notan. Y una vez terminada las faenas, los enterradores recogen sus herramientas y salen del lugar. Emilio se acerca a ambas tumbas y se arrodilla frente a éstas.

- Lo siento… En verdad lo siento.

Pero nadie escucha. El cementerio no tiene otro visitante. Parientes, amigos y conocidos invitados al funeral se fueron sin decir una palabra. Y no había cómo no hacerlo, la tragedia era impensada. De un momento a otro, Matilde y el pequeño Matías dejaron de respirar. Ahora Emilio se ha quedado solo. Su familia, su matrimonio, y su único hijo ya no existen. Un terrible infortunio los puso bajo tierra, listo para descansar y con la esperanza que olviden los violentos abusos que sufrieron. Porque Emilio lo sabe. Su memoria sacude, una y otra vez, esos recuerdos latentes de aquel día. Todavía puede escuchar sus gritos de auxilio.


- ¡Emilio! ¡Ayúdame, por favor! ¡Ayúdanos!
- Matilde… Matilde, ¿qué pasa? ¿qué sucede?
- ¡Mira concha tu madre!
- ¡Y quién mierdas eres tú! ¡Qué le hiciste a mi mujer!
- Calladito, calladito, culiado. Una palabra más y tu puta mina caga. ¿Me entendí?
- Te creí gran cosa porque viví aquí en Chicureo. No me hueví, ¿dale?

Emilio se encontraba a pocas cuadras de su casa y aumentó la velocidad del Land Rover.

- Okey. Como quieras… Pero no le hagas nada a mi esposa, por favor.
- Tranquilito cabro. Sólo quiero saber la combinación de tu caja fuerte. Eso es todo.
- Sí, seguro. Lo que quieras, con tal que mi familia esté bien.
- Ya po, excelente. Porque si no, tu tierno guachito también probará de mi gusto infantil.
- ¡Matías!... ¡No! Se lo suplico, no le haga nada ni a él ni a mi mujer. Haré lo que quieras.
- Así me gusta putito…

Se produjo un pequeño silencio.

- Ya, mucha hueveo pa’ tan poca cosa… Dame la puta combinación.

Emilio se estacionó enfrente de su casa. Se dio cuenta que el portón estaba forzado y que había una camioneta blanca, polvorienta y desconocida aparcada en la vereda.

- ¡Ya po culiado! No me dejí hablando solo. ¡Dime los putos números!
- Sí sí. Ahora me acuerdo. Los números son...

Emilio se bajó de su auto y entró al jardín principal de la casa para esconderse detrás de unos arbustos. A unos metros, se podía ver por un ventanal a dos jóvenes, no más de 15 años, amenazando con un par de cuchillos a su familia en medio del living. La vestimenta deportiva de los sujetos, la falta de vello facial, la pequeña estructura ósea y las miradas inseguras delataban su corta edad. El retrato de la familia estaba removido de su lugar y la caja fuerte se encontraba a vista y paciencia de los delincuentes. Matilde sostenía a Matías con fuerza y trataba de tranquilizarlo acariciando su frente. Emilio pudo notar que un tercer personaje apareció en la escena. El hombre estaba vestido de camisa y corbata -lo cual representaba más edad que sus cómplices-; tenía una pistola en una mano y en la otra un celular. Él era quien manejaba el robo, al parecer.

- Eeeeh… Los números son… Eh, no sé… Déjame acordarme. ¡Mierda! Dame un segundo…

Emilio veía que entre más se demoraba los sujetos se iban poniendo más impacientes.

- … ¡Por la chucha putito, apúrate! ¡Me estoy emputeciendo con tu demora!

El hombre que tiene el celular tomó a Matilde del brazo y le dijo a uno de los compañeros que sostuviera al niño y lo obligara a ver el espectáculo. Emilio era testigo de sus actos. El delincuente rompió el vestido que llevaba puesto Matilde, le exigió que se callara y le sacó los calzones. Ella suplicaba piedad y él la abofeteó continuamente.

- ¡Cállate puta! ¡No hables!… ¿Escuchas ricachón, maldito gerente de bancos? ¿Oíste cómo tu mujer grita de placer?

Los cómplices miraban a todas partes por si alguien aparecía. De modo que Emilio tuvo que agacharse aún más en los arbustos y perdió la visión de lo sucedía en ese momento en living.

- Mira, hueón. En este minuto, tengo a tu maraca en noventa grados y me la voy a culiar al lado de tu hijo para que sepas que no estoy hueviando. ¡Dame esa puta clave de una vez!
- Okey… Ya, detente. No le hagas nada a Matilde… ¡Mierda!
- Ah, Matilde se llama la perrita. Mira tú. Que lindo saber el nombre de una zorrita antes de comérmela.

El sujeto de corbata lamió fuerte y prolongado la cara a Matilde. Los dos jóvenes miraron complicados el comportamiento de su compañero.

- ¡Yaaa! ¡Basta! ¡Cincuenta y seis, treinta y siete, y sesenta y dos! ¡Cincuenta y seis, treinta y siete, y sesenta y dos! ¡Ahí están la puta clave imbécil! ¡Ahora deja a mi familia en paz!
- No sé si tanto, perrito. No sé si tanto.

Y el chico terminó la llamada. Emilio miró de nuevo a la casa y se percató que los otros dos jóvenes marcaban los dígitos para terminar con el robo, pero el hombre del celular se llevó a su esposa e hijo del living. Emilio imaginó lo peor.


La nublada noche indica que la hora de cierre está cerca. La lluvia persiste con el agregado de un gélido viento. Emilio se mantiene al frente de sus dos amores. En sus manos sostiene al pequeño Lenteja: una figura de greda perruna que hizo su hijo para el día del padre. Emilio le da un beso a Lenteja y lo deja al lado de la lápida de Matías.

- Para que te cuide hijo… No dejes que los hombres malos te hagan daño. Para eso está Lenteja, él cuidará de ti y a tu madre… Ya que yo no pude.

Emilio sube el cuello del terno negro para protegerse del frío y camina en dirección al portón del cementerio.


- ¿Qué hago? ¿Me arriesgo o no?- se preguntó Emilio mientras se refugiaba en los arbustos. Él quería salvar a su familia, pero no quería arriesgarse y que después pasara lo peor.

De pronto, Emilio divisó un auto de seguridad vecinal que transitaba por la calle. No vaciló y salió raudo al encuentro de los guardias del barrio, mientras los dos jóvenes estaban ocupados contando el dinero de la caja fuerte.

Emilio detuvo el vehículo y se bajaron dos hombres uniformados:

- ¡Señor, señor! ¡Por favor ayúdeme! ¡Necesito que me vengan! ¡Están robando mi casa! ¡Hay tres ladrones y tienen a mi esposa y a mi hijo! ¡Por favor, vengan conmigo!
- Caballero, cálmese. Tranquilo… A ver, ¿Gutiérrez?
- Sí Alvarado.
- Gutiérrez, llama a los carabineros de inmediato, y que vengan lo más pronto posible. Yo voy a entrar con el señor…
- Emilio, Emilio Costas- confirmó el dueño de casa.
- Con el señor Costas… Y apúrese.
- Pero Alvarado, no podemos entrar sin autorización…
- A la mierda esa huevaa… Vamos señor Costas.

Emilio y el guardia Alvarado fueron a la casa decididos con detener a los tres delincuentes. Emilio sólo pensaba en cómo estarían Matilde y Matías. Él estaba dispuesto hacer lo que fuera, con tal de salvarlos. O eso pensó que podía lograr.


Emilio se encuentra parado en su habitación. La cama matrimonial está sin hacer en un solo lado, pues el otro se mantiene intacto. Emilio mira las manchas de sangre que quedaron impregnadas en la alfombra sucedido el robo, mezclándose con resto de agua que cae de su atuendo. Una fotografía teñida de rojo, con en el plano general de la playa de Puerto Veleros y la familia Costas abrazada en medio de decenas de veraneaste del sector turístico, se encuentra todavía colocada en un marco de madera en un velador cerca suyo. La lluvia es cada vez más fuerte y violenta. La luz generada por un foco de la calle es lo único que ilumina el oscuro sitio. No se escucha ningún ruido en la casa, excepto las gotas que rebotan en el techo. Y, sin embargo, Emilio se coloca frente a la puerta de la pieza con la espera que alguien aparezca. Piensa que ellos van a volver, con sus tiernos abrazos e incomparables besos. Pero no hay otra sombra, solamente la suya.


- ¡Alto ahí, pendejos del orto! ¡No se mueva de ahí, y suelten ese dinero!- ordenó el guardia Alvarado a los dos jóvenes.

Emilio amenazó a los delincuentes con una escoba que encontró en el patio y Alvarado les apuntó con su pistola de servicio. Ambos chiquillos soltaron sus cuchillos y pidieron perdón. Emilio los redujo con repetidos golpes. El guardia trató de detenerlo, pero sintió una venganza compartida y dejó que el dueño de casa se desquitará.

- ¡¿Dónde está mi mujer y mi hijo?! ¡¿Dónde los tiene su amigo?!- preguntó urgido Emilio

Sonaron dos disparos.

- ¡Matilde! ¡Matías!
- ¡¿Donde están, mierda?!- exigió el guardia.
- Arriba… Arriba, en el segundo piso. En la habitación principal- contestó sollozando uno de los chicos.

Emilio voló por las escaleras para saber de su familia. Rogaba al dios que fuera con tal que estuvieran bien. No importaba si el tercer tipo se había escapado. Lo único que deseaba era ver la cara de Matilde y de Matías con vida. El estado de la habitación lo graficaba todo.

- ¡Matilde, contéstame! ¡Mi amor, respira!… ¡Sólo respira!- imploraba Emilio encima de la cama.

El cuerpo de su mujer yacía inerte. La cara estaba magullada por reiterados golpes de puños, y tenía sangre y algo de semen en el recto. Las sábanas estaban cuajadas de rojo. Había sido violada y posteriormente asesinada con un impacto de bala en el pecho. En tanto, el pequeño Matías reposaba acostado en la alfombra con los brazos abiertos. Al lado suyo se encontraba una animal de greda café. Tenía un orificio de bala incrustado en la frente. Una mancha de sangre ensuciaba su ropa y se expandía con el tiempo, hasta que no había más líquido que extraer de su cuerpo. El arma homicida estaba tirada en el piso.

Se escuchó un tercer disparo.

Emilio miró por la ventana rota de la habitación para percatarse que el guardia Alvarado había detenido al hombre de camisa y corbata con su pistola de servicio. Emilio se quedó viendo cómo agonizaba el delincuente, pero para asegurarse, le disparó con la misma arma con la cual mató a su familia. Alvarado hizo vista gorda a lo sucedido.

Las pericias policiales lograron comprender la acción de Emilio Costa, con respecto a fallecimiento del tercer ladrón (quien fue identificado como Richard Domínguez), y fue absuelto de cualquier cargo, argumentando defensa propia. Mientras que los jóvenes cómplices están esperando ser procesados. Carabineros determinó que los asaltantes habían cometido este mismo procedimiento en otras tres casas del barrio de La Dehesa. El plan consistía en engañar a sus víctimas por medio del hombre vestido formal al hacerse pasar por un colega de la empresa u oficina del dueño de casa, y cuando estaba dentro del domicilio, los otros dos delincuentes perpetraban en el lugar con armas cortopunzantes. En la mayoría de los robos, se mataba a toda la familia. En el caso de los Costa, esto no pasó.



Un letrero que dice “se vende” se encuentra en el portón de la casa de Chicureo. Emilio se despide del conductor del camión de mudanza y lo ve alejarse por la silenciosa calle. No hay niños en la vereda que anden en bicicleta o que jueguen a la pelota en la plaza cercana. Al parecer, los vecinos prefieren dejar a sus hijos en la seguridad de sus casas. O por lo menos eso piensa Emilio cuando guarda en el auto la última caja con los juguetes de Matías. Está seguro que algún día lo necesitará de nuevo. Luego sube a Land Rover y se acomoda en el asiento para un largo viaje a la Cuarta Región. Toma el volante -se ve que lleva puesto los dos anillos de matrimonio-, y se queda tranquilo un momento para observar las primeras hojas que caen en otoño. Emilio está seguro que no volverá a estar ausente. No de nuevo.






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